Vista desde la superficie, en su ADN Déjame entrar tiene elementos que pueden llevarnos a pensar en una variante de un clásico del cine de intriga y terror como El malvado Zaroff (1932), cruzada con La isla de las almas perdidas (1932), otro clásico, éste basado en la novela de H.G. Wells, La isla del doctor Moreau. Pero esa propuesta hacia lo inquietante que va forjándose cuidadosamente durante el relato y puede llegar a parecer en algunos paralela, al menos desde su sinopsis y primeros compases de desarrollo argumental, a lo que intentó recientemente, pero no completó tan bien, La cura del bienestar, tirando del miedo a los hospitales, tiene la habilidad de saber incorporar lo cotidiano, lo cercano, lo posible, en el marco de lo aberrante, lo grotesco y lo imposible, algo que intentó, también con eficacia pero con más flojos resultados, La visita de M. Night Shyamalan, otra película con la que ésta que ahora comento tiene muchas cosas en común.
El protagonista se enfrenta en este caso en sus primeros pasos por este aberrante y sádico “camino del héroe” al doble reto de ser presentado a la familia de su novia y al mismo tiempo saltar las barreras de prejuicios sociales que siguen operando en la sociedad estadounidense y por extensión en otro tipo de sociedades. Lo cual claramente es verdad, pero al mismo tiempo deja claro que más allá del postureo mediático, las noticias maquilladas y los discursitos y amenazas que nos llegan cada día desde nuestros políticos y desde las instancias más altas de esa nueva policía del pensamiento que medra entre nosotros, no hemos avanzado realmente nada como sociedad y muchos siguen siendo las mismas bestezuelas prejuiciosas y políticamente incorrectas de siempre, aunque lo disimulen para quedar bien. No es nada nuevo que lo que se tapa en la calle se diga en privado, pero sí es novedoso que en lugar de soltarnos una soflama moñas sobre el particular esta película decida satirizar el asunto y de paso entretenernos con gran habilidad.
De manera que tenemos una entidad-víctima a la que llamaremos “novio/a” obligado a hacer eso tan poco grato que es ser presentado a la familia de su pareja. Cosa que, seamos sinceros, no le hace gracia a nadie, hombre o mujer. Pero además en su caso el ritual se complica porque su piel es de otro color al de su pareja. Por ese camino, Déjame salir puede permitirse el lujo de dar sus primeros pasos con un esquema argumental que a los aficionados más veteranos les recordará la comedia dramática (no inventen etiquetas nuevas, no hace falta acuñar el término “dramedia”) Adivina quién viene esta noche (1967) que protagonizara Sidney Poitier junto a Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Pero lo curioso es que en algún momento de la trama se nos propone algo que se me antoja una variante de la secuencia de seducción de la suegra al estilo de El graduado (1967), salvo que aquí la suegra no te quiere seducir exactamente… y no digo más para no hacer spoiler. Lo he comentado porque pienso que no es casual que dos películas del mismo año, 1967, que fue esencial en el proceso de evolución de la industria del cine estadounidense entre dos fases esenciales de la misma, sirvan como referente de este otro largometraje. Quizá con el tiempo Déjame salir se nos revele como un título mucho más significativo para expresar una tendencia de cambio que ahora no somos capaces de ver por estar inmersos en la misma, pero que quienes empezamos a estar ya algo cansados de tanta franquicia y tanto cine repetido en serie saludaríamos con optimismo.
Miguel Juan Payán
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