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miércoles, mayo 1, 2024
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127 horas ****

127horas

Si hacemos memoria, son unas cuantas las películas que se han ganado el favor del público a través de propuestas pequeñas, reducidas, de pocos personajes y pocos escenarios, como si ese minimalismo atrajese al espectador hasta hacerle sentir partícipe de una trama intensa, que lo cede todo a los escasos elementos con los que cuenta.

Hagámoslo. Yo, mientras escribo, y vosotros, mientras leéis esto que yo escribo. A mi me salen los Náufragos de Hitchcock, el duelo trepidante de Laurence Olivier y Michael Caine en La Huella, e incluso una curiosa película española que pasó desapercibida hace unos años, Palabras encadenadas. Y, por supuesto, Buried (Enterrado), la maravilla de Rodrigo Cortés que guarda con 127 horas un parentesco indudable. Todas ellas, como la nueva película de Danny Boyle, ofrecen emociones fuertes, comprimidas en espacios reducidos, protagonizadas por unos personajes superados por unas trágicas circunstancias y un peculiar destino, siempre desgraciado.

La película de Boyle presenta una particularidad notable, y es el hecho de basarse en una historia real, la de un montañero llamado Aron Ralston que se quedó atrapado en una montaña cuando su brazo se vio sujeto por una traicionera piedra. Semejante aspecto implica otra novedad importante: conocemos el desenlace de la historia, y eso no implica que perdamos interés. Lo mismo ocurría con Valkiria, de Bryan Singer, o, remontándonos más lejos, con el Titanic de James Cameron. La estructura típica de comienzo, nudo y desenlace, se ve en estos casos alterada desde el preciso instante en el que conocemos qué va a ocurrir al final, y sin embargo disfrutamos de la película, porque es una buena película.

Una historia como ésta podría haber sido recogida en una producción de Hollywood al uso, con un importante componente de épica y tragedia, dirigida, pongamos, por un Edward Zwick. James Franco podría haber sido, como lo es aquí, la estrella escogida. Pero, sin embargo, es Danny Boyle quien nos la cuenta, bajo los parámetros inconfundibles que siempre han predominado en su cine, si obviamos aquellos 28 días después que no pasaban de ser una nueva vuelta de tuerca al tema zombie. Pero las diferencias entre la propuesta de Boyle y lo que podría haber surgido de ese hipotético proyecto hollywoodiense son evidentes. Estamos ante un cineasta distinto, un outsider al que casi siempre le ha ido bien con un estilo propio, inaugurado con Trainspotting, y que le llevó al Óscar con Slumdog Millionaire. Esto es cine rudo, directo, sin rodeos formales o argumentales.

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Lo que hace en 127 horas es contarnos la crudeza de esa historia, tal y como sucedió. En ese sentido es casi una nueva aportación al Dogma de Lars Von Trier y sus colegas, y de ello se deriva la satisfacción con la que el propio Aron Ralston acogió el proyecto. El cineasta cuenta lo que ocurrió, desde la llegada del protagonista al idílico paraje, hasta la radical (y cruel) medida que le permitió liberarse, pasando por todas aquellas horas de agonía.

Quince minutos le bastan para presentarnos al personaje. Le sirven, además, para que entendamos la paradoja que supone que un tipo inquieto, un deportista todo-terreno, se enfrente a un accidente que le supondrá permanecer inmóvil y bajo circunstancias dramáticas. Y aquí el trabajo de James Franco se presenta decisivo, para entender la agonía, y, antes, para sentir ese vitalismo que le lleva a rodar en su bici por el desierto sin miedo a golpes, o a deslizarse por montañas para dejarse caer en lagos inhóspitos. Es el aventurero del siglo XXI, perfectamente equipado, con comida, bebida, tecnología y aparejos varios. Pero un pedrusco lo puede cambiar todo.

Los parecidos con Enterrado son evidentes, lo que nos lleva a lamentar la ausencia de la cinta de Rodrigo Cortés en las nominaciones al Óscar. Si 127 horas compite en las categorías principales, de igual modo podría hacerlo aquélla, otro prodigio narrativo que recoge lo mejor de ese cine minimalista que tanto nos gusta. Y el trabajo de Ryan Reynolds, es, como el de James Franco, sencillamente ejemplar.

Tiene mérito la manera en la que Boyle nos lleva hacia el desenlace conocido. Son muchos los recursos, y todos ellos pertinentes. La cámara en mano, la pantalla partida, los flashbacks, la banda sonora…Son aspectos que no hubiesen aparecido si estuviésemos hablando de esa hipotética superproducción, en favor de otros más típicos, y, por supuesto, de las inevitables modificaciones en la historia.

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Tras esos quince minutos de presentación, asistimos al accidente, a la causa del sufrimiento. Fueron más de cinco días que el director nos muestra con detalle, para que nos hagamos una idea de la dureza de la peripecia. Y llegamos al momento de la liberación, en la que, a pesar de la propuesta de verosimilitud, el cineasta no se recrea, aunque ello no suponga dulcificar la situación. Por supuesto que conviene apartar por unos instantes la mirada de la pantalla. Pero fue lo que pasó.

Lo que hace por tanto Danny Boyle es un retrato cruel, certero, de un hecho conocido, contado con la rudeza habitual en su cine. No se convierte en una película incómoda, quizás porque sabemos que, dentro de la tragedia, el desenlace fue benévolo. Pero si no lo hubiera sido, el director nos la hubiese contado sin cambios sustanciales. De hecho, las imágenes oníricas, los flashbacks y esas alucinaciones del protagonista, mientras está atrapado por su maltrecho brazo, son perfectamente imaginables en la situación de un  hombre cuyo destino le llevó a realizar un acto de difícil digestión para cualquiera. Y todo ello, insisto, reforzado por la interpretación de un James Franco que podría salir vencedor en la batalla por la estatuilla sin que a nadie le importase.

Baja el ritmo en el metraje que se ocupa de las horas previas al fatal recurso liberador, pero quizás era inevitable. Los momentos centrales de la historia, la llegada a las montañas de Utah, la descripción del sujeto, el accidente…son demasiado intensos como para que sea harto complicado mantener la tensión. Por no hablar de la manera escogida, probablemente la única posible, para salvar la vida, o del feliz encuentro con quienes después le socorren.

127 horas es una estupenda historia real, contada por Danny Boyle sin aditivos ni añadidos, con la que el cineasta demuestra, una vez más, que es uno de los más solventes de la actualidad, poseedor de un estilo único que no le impide llegar al gran público, gracias a lo interesante de sus argumentos y a su capacidad para meterse de lleno en los géneros más variados. Y es, en definitiva, una golosina para quienes gocen de pocas cosas en pantalla. Como en Enterrado, aquí sólo tenemos a un hombre, atrapado, con pocas posibilidades de sobrevivir. Pero, cuando hay talento, no se necesitan más cosas para crear una buena película.

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Santiago Vázquez Gómez.

 

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