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viernes, abril 26, 2024
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Camino a la libertad ****

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Peter Weir siempre ha sabido mantenerse en un término medio entre los clásicos y los modernos, resaltando en su cine las historias de supervivencia acompañadas por el resto de las características que comenté en el artículo que le hemos dedicado en el último número de la revista Acción. Todas esas notas de estilo, esas claves de su cine como cine del llamado de autor, se dan cita en su última película, Camino a la libertad, con una claves de relato épico que dan como resultado una de las mejores historias de aventuras que hemos visto en pantalla grande en los últimos años.

Hago especial hincapié en lo de pantalla grande, porque es una lástima no ver esta película en todo su esplendor visual, esto es, en un cine. Hay que ir al cine a ver cine. Puede parecer de Perogrullo, pero a mucho personal eso se le está escapando: algunas películas, como la que aquí nos ocupa, han sido concebidas con claves cinematográficas tan importantes que pierden la mitad de su capacidad de seducción si se ven en otras condiciones. De hecho en esas otras condiciones no las vemos, más bien las consumimos, o quizá las deglutimos apresuradamente.  Quede claro que ésta, como todas las películas de Peter Weir, es de las que hay que ver en pantalla grande.

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La primera pieza del puzzle, como en todas las historias de Weir, son las personas, no los personajes, ojo, las personas. El director no maneja estereotipos o bocetos de personajes apenas desarrollados para habitar su fábula. Sus historias son más creíbles precisamente por esa capacidad para habitarlas con seres humanos de carne y hueso, con toda la panoplia de virtudes y defectos que adorna a nuestra maltratada y maltratadora especie. En Camino a la libertad vuelve a poner de manifiesto esa especie de virtuosismo en la descripción de personajes con un solo plano o una sola línea de diálogo. Pongo un ejemplo para quienes me hagan caso y decidan ir a ver la película: Khabarov, el actor encarnado por Mark Strong, adquiere un destacado protagonismo al principio de la historia, y se explica a sí mismo y su internamiento en el gulag al tiempo que explica la aberrante manera de operar de la represión estalinista al tiempo que elabora un chiste sobre su destino: le encerraron por interpretar a un noble de manera que desagradó al régimen… Un actor encerrado por hacer bien su trabajo es una paradoja, como todo el personaje de Khabarov, el hombre que planea siempre una fuga, pero nunca se atreve a escapar. El personaje es esencial para introducirnos en el gulag junto a Janusz (Jim Sturgess), al que me resisto a calificar como protagonista, ya que como toda historia de supervivencia bien tramada, en ésta el protagonismo es coral y cada uno de los personajes tiene lo que podríamos llamar su “momento protagónico” dentro de la trama. En todo caso, visto el desenlace y el arranque, queda claro que Weir ha querido señalarle especialmente como el principal protagonista de su historia, una especie de testigo del convulso siglo veinte que nos representa a todos de algún modo, y que por lo tanto se convierte en el personaje con el que el espectador tenderá a identificarse inevitablemente, aunque esporádicamente encuentre detalles en el resto de sus compañeros con los que se reconoce o identifica más directamente. El caso es que Khabarov es el puente de entrada de Janusz en el gulag y su informador, es decir, nuestro informador, sobre lo que allí ocurre y cómo funciona esa sociedad. Pues bien: Weir construye tan bien su historia que Khabarov seguirá estando presente, incluso en ausencia, durante el resto del relato, como si fuera alguien real a quien hemos conocido en algún momento de nuestra vida y que recordamos de vez en cuando. Toda la trama y todos los personajes que nos acompañan en Camino a la libertad funcionan de la misma manera: con un enorme realismo que les convierte en personas de carne y hueso a las que nos duele ir perdiendo en el camino.

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Junto a su tema central, que no es el encierro, sino la libertad (morir en libertad antes de perecer encadenados es el motivo principal de los personajes, porque escaparse es la mejor manera de desafiar y luchar contra el poder despótico que les ha encerrado), el otro asunto esencial de toda esta fábula de aventuras teñida con un poderoso mensaje humanista (no olvidemos que el motivo para escapar es también perdonar), es la pérdida y la memoria. Es un motivo que el director expresa visualmente en esos dibujos que traza uno de los personajes en su cuaderno y que cobran singular protagonismo después de cada muerte, y que se repite en esos planos trazados con mano firme de director clásico por Weir, con los personajes ante las tumbas, en el desierto… un desierto que nos ha revelado en toda su temible grandeza en un plano que nos lo muestra con un movimiento de cámara que no muestra su infinita extensión haciendo que lo miremos no desde el punto de vista de los personajes, sino iniciando el movimiento desde detrás de los mismos para dejarnos claro que somos un personaje más, que estamos junto a ellos mirando lo que nos espera, y no mirando a través de sus ojos. Es la clave de un director clásico que no intenta recurrir al truco fácil de hacernos mirar a través de los ojos de sus personajes, sino que hace algo mucho más difícil, mucho más mágico, mucho más interesante: meternos dentro de su película como un personaje más.

Otro aspecto destacado es la forma en la que introduce su crítica al régimen de Stalin, que se expresa por sí mismo en su brutalidad y no necesita ser subrayada, porque subrayarla sería caer en lo obvio, quitándole hierro al asunto. Esquivando toda tentación panfletaria, Weir se limita a dar sutiles pinceladas sobre el asunto, generalmente en clave visual, como la que nos muestra la puerta en el desierto donde la foto de Stalin revela a los personajes que siguen estando en un país hostil para ellos y deben continuar adelante con su fuga.

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Por supuesto todo esto está servido con un elemento esencial que Weir ha cuidado siempre mucho en su filmografía. El primero son los actores, herramientas ejemplares entre las que encontramos a uno de los actores con más talento del cine americano de hace varias décadas al que nos gustaría ver con más frecuencia en pantalla, Ed Harris, un pilar sólido sobre el que se puede construir una pequeña historia como la de su peripecia con su hijo, sin mostrar nada, salvo su rostro, y que en esta película mantiene un duelo interpretativo genial con la integrante más joven del reparto, una Saoirse Ronan que debemos seguir con atención porque es una de las mejores actrices de su generación. Me recuerda a una Meryl Streep más joven, y también más capaz de acercarse al público. El trabajo de ambos, juntos y por separado, está entre lo mejor de la película, aunque ya entiendo que las miradas de la mayoría irán a posarse en el trabajo de Colin Farrell como Valka, el mafioso ruso, que por otra parte es uno de los mejores trabajos del actor en los últimos años (se hace imposible entender cómo este hombre se dejó liar para hacer la patochada de Alejandro con Oliver Stone).

Miguel Juan Payán

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