Buen drama romántico repleto de nostalgia y lirismo. Después de esa pequeña joya del cine indie que es (500) días juntos, y tras su irregular paso por el cine de los grandes estudios con sus dos entregas de The Amazing Spider-Man, Marc Webb vuelve a los presupuestos medidos y al género en el que se siente más cómodo: el drama romántico con toques de comedia (ácida e irónica, eso sí). Su nueva propuesta se trata de una carta de amor nostálgica al Nueva York de los años 60 y 70; una obra llena de añoranza por esa ciudad imprevisible, inquieta y creativa en la que Lou Reed y la Velvet Underground ponían banda sonora al movimiento contracultural. Para Webb, la Nueva York actual es una sombra de lo que fue, una ciudad en la que prima el conformismo, las apariencias y en la que la cultura y el arte se han convertido en simples mercancías con las que traficar.
El punto de partida argumental puede recordar a películas como El Graduado, en las que curiosos e inexpertos adolescentes se entregan a la pasión en manos de féminas más experimentadas; pero Webb está más cerca del cine de Woody Allen en el que reconoce su interés urbanístico, paisajístico y social por la ciudad de Nueva York. Thomas, el joven protagonista interpretado por un inexpresivo Callum Turner, es un artista fuera de su tiempo, un estudiante recién licenciado cuyos pensamientos e ideales no encajan con los de su generación. El director acierta en introducir sutiles metáforas a través de la figura del protagonista, heredero de ese espíritu sesentero, que se encuentra perdido entre ese baile de máscaras y convencionalismos en el que viven todos los que le rodean. Cuando Thomas descubre que su padre, encarnado por un inspirado Pierce Brosnan, tiene un affaire, su vida cambia para siempre.
La actriz Kate Beckinsale da vida a esa misteriosa y sensual amante, que cautiva tanto a Thomas como a su padre por remar a contracorriente de los cánones sociales. La protagonista de Underworld abandona el traje de cuero entallado de Selene para desempolvar su talento interpretativo y, a pesar de la nula química existente entre ella y Callum Turner, convertirse en lo mejor de la película. En una clave parecida al Peter Parker de The amazing Spider-Man, el tormento existencial de Thomas también se ve aliviado por el lirismo de un excelso Jeff Bridges, que interpreta a un sabio vecino consejero que guía a Thomas hasta un sorprendente giro final que replantea toda la película y que sirve para reafirmar su verdadera temática. Con la intención de otorgarle a la obra el halo poético que su funcional puesta en escena, dirección y montaje no logran crear, el lirismo de Jeff Bridges se extiende al resto de personajes y termina resultando impostado.
Se echa de menos al Marc Webb de (500) días juntos, el que se servía del montaje y la música para crear ironía y humor o rompía toda lógica narrativa con un musical improvisado en plena calle. No, aquí no esperen pantallas partidas y acertados juegos de expectativas y realidades; las semejanzas con su ópera prima son anecdóticas más allá de su intro a lápiz y su visión desencantada del amor. Una mayor presencia de Nueva York, de la música y de Kate Beckinsale habrían beneficiado al conjunto. Y no nos engañemos, Callum Turner no es Joseph Gordon – Levitt. A pesar de todo, y sin telarañas de por medio que lo aprisionen, Marc Webb se confirma como experto radiografista del alma humana y las relaciones románticas.
Alejandro Gómez
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