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domingo, noviembre 3, 2024
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Cisne negro ****

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Ballet. No sé si me gusta o no me gusta, porque nunca le he metido horas a intentar comprenderlo y disfrutarlo. Soy lego en la materia. Un muñón total en el asunto, si quieren que se lo ponga más claro. Pero vamos, que de partida, interés no me despierta mucho, la verdad. Así que cuando me dijeron que ésta película iba de ballet y que la protagonizaba esa chica tan atractiva pero de la que no me creo las sonrisas, y que además la dirigía el tipo que perpetró La fuente de la vida, me temía lo peor… Y me encontré justo lo contrario. Una joya del cine. El retorno de una extraña magia de la pantalla grande para contar historias realmente inquietantes que no me había tropezado desde que vi Repulsión de Roman Polanski, película con la que éste trabajo excepcional de Darren Aronofsky y Natalie Portman tiene mucho en común. Pueden ustedes imaginarse que si ha funcionado con un tipo como yo, al que el ballet y los cisnes le importan un carajo (como mucho me veo dando de comer a los patos del parque pan duro cuando me jubile), es que la película es buena. Muy buena.

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Para empezar tengo claro que la actriz que más se merece el Oscar este año es sin duda Natalie Portman por este trabajo que destaca con diferencia en una filmografía poblada por grandes interpretaciones. Ojo que estamos hablando de una actriz que incluso consiguió quedar bien y sobrevivir con el prestigio profesional intacto cuando George Lucas la secuestró para llevársela a pasear por las galaxias y le puso de compañero a un palo como Hayden Christensen, que tiene pinta de surfista californiano feliz como una perdiz hasta cuando se le están recociendo los tobillos en el río de lava del planeta Mustafar a cuarto de hora de convertirse en Darth Vader.

Luego está la historia, que deja de lado sabiamente lo que habría sido un previsible ejercicio de intriga estilo Alfred Hitchcock para tirar por el más interesante camino de Roman Polanski en Repulsión, esa otra joya con una Catherine Deneuve que me recuerda como actriz y como fémina de las de quitarte el hipo muchas de las características que exhibe en Cisne negro Natalie Portman.  Casualmente tampoco me he creído nunca la sonrisa de Deneuve, aunque en su caso me resulta inquietantemente atractiva porque desde su frialdad o distancia me suena a sarcasmo y retranca ante la vida, esto es, a ejercicio de mujer sabia y elegante a años luz de las miserias humanas y especialmente de las miserias masculinas… Por el contrario la sonrisa de la Portman se me antoja sonrisa de estar en otro sitio, pensando en otra cosa, en cualquier otro asunto que no tiene nada que ver con la persona a la que le sonríe… Pero dejemos el asunto para los expertos en cepillos de dientes y volvamos a la historia, o mejor, a cómo está contada la historia de esta chica cisne que se siente patito feo con una facilidad pasmosa. Esa inseguridad  es el verdadero corazón de la película: la inseguridad que ha criado en nosotros vivir en una sociedad tan pendiente de la imagen y de lo superficial, tan desesperadamente materialista como la nuestra. Es en ese tema, y en la forma de abordarlo, donde podemos encontrar la firma de Darren Aronofsky como autor, no sólo en la plasmación estética y en la planificación de algunas escenas en las que regresa a la cámara al hombro como herramienta para acercarnos más al personaje desde un punto de vista realista, cercano, verosímil y cotidiano, algo que ya hizo en El luchador, sino también en el propio tema central o preocupación que destaca en todas las películas de este director.

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Podríamos decir que la bailarina interpretada por Natalie Portman en Cisne negro es casi hermana gemela de las obsesiones e inquietudes que movían al talludo astro de la lucha libre ahogado en el ocaso de su carrera que interpretó Mickey Rourke en El luchador (quien también merecía el Oscar al mejor actor, aunque no se lo dieran). Aronofsky nos está hablando en ambos casos de la facilidad con la que nuestra sociedad fabrica juguetes rotos, y de la facilidad con la que nosotros consentimos que nos conviertan en juguetes rotos. En El luchador retrataba esa situación en un tipo que camina hacia la vejez. En Cisne negro sabe como introducir este mismo tema ampliándolo a tres personajes femeninos que sirven fielmente como ejemplos y perfeccionamiento de lo que también expuso en Réquiem por un sueño. La idea de juguete roto relacionado con la necesidad de aceptación y éxito, conseguido o frustrado, se multiplica en el personaje de la protagonista, en el de su madre, genialmente interpretada por Barbara Hershey, y en el de la bailarina obligada a retirarse a la que da vida, para más verosimilitud, un auténtico juguete roto del Hollywood de los últimos años, Winona Ryder. Cada vez que el personaje interpretado por Natalie Portman coincide con alguna de ellas, es como si se estuviera mirando en un espejo. Frente a su madre contempla su propia imagen como artista fracasada. Frente a la veterana Beth contempla el inevitable ocaso de su carrera. Todo ello añade una tensión que la lleva a despellejarse más psicológica que físicamente, aunque el asunto de las uñas da lugar a algunas de las escenas más inquietantes que he visto en el cine en estos últimos meses.

Aronofsky nos ha trazado un mapa o guía para la autodestrucción sin perder de vista la necesidad de elaborar una historia entretenida cuya tensión hace crecer la película sin abandonar los caminos de la intriga, pero abundando en el retrato de una personalidad obsesiva que puede servirnos también como advertencia. Hay además otros dos personajes que sirven como señales de aviso. Vincent Cassel interpreta al director de la compañía, que inevitablemente ha caído también en la trampa del sistema, aunque no sea consciente de ello, quizá porque cree ser el legítimo creador de los juguetes rotos, el Gepetto carpintero que fabrica en su taller de danza bailarinas-Pinocho a las que va desechando como muñecas cuando el tiempo les pasa su inevitable factura. Se engaña, porque en realidad es sólo otra pieza más de la bien engrasada maquinaria del sistema, esto es, una pieza con menos personalidad y capacidad de decisión de la que le gusta otorgarse a sí mismo.  Dicho sea de paso, Cassel ha sabido ver la oportunidad que le ofrecía este papel y en la traducción del mismo hace su mejor trabajo en mucho tiempo.

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La otra opción es la de la bailarina interpretada por Mila Kunis, que aparentemente elige o representa el camino de la despreocupación y la entrega a la improvisación y el caos, aunque en un ejercicio de notable astucia, Aronofsky la convierta en algo así como “la voz de la razón y el equilibrio” en su relato. El director, aquí sí en un ejercicio de manipulación del espectador al estilo de Alfred Hithcock, nos hace pensar que esta muchacha, convertida en una parte del relato en la antagonista  profesional de la protagonista, es una cosa, pero en realidad es otra. La función que cumple en el relato es muy distinta de la que nosotros le otorgamos en un momento de la película en la que Aronofsky, trabajando desde la sencillez de los pequeños detalles –por ejemplo la mecánica cotidiana de las bailarinas, esa forma de manipular y ponerse las zapatillas…-, consigue que nos ocurra lo mismo  que con el Norman Bates de Psicosis: que nos metamos tanto en la película y nos identifiquemos tanto con el personaje de Natalie Portman como para llegar a un punto en el que pensamos y traducimos lo que está ocurriendo en la pantalla exactamente igual que ella.

De ahí la magia a la que aludía en un principio. De ahí lo interesante que es el arco de desarrollo del personaje de Mila Kunis como aviso de la forma equivocada en la que percibimos a veces la realidad desde unas estructuras de automutilación que nos llevan a reprimir nuestros instintos naturales.

Al salir del pase casi tenía ganas de irme a ver un ballet… No se emocionen, he escrito casi.

Miguel Juan Payán

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