Cosmópolis, hipnótica, críptica y exigente. También la más pedante de Cronenberg. Un reto para paladares cinéfilos atrevidos.
En Cosmópolis David Cronenberg se hace un doble harakiri. El primero es de carácter comercial. Un riesgo calculado que puede salirle muy mal. Ha fichado como protagonista a Robert Pattinson, actor muy popular por su trabajo en la saga Crepúsculo que probablemente arrastrará a las seguidoras y seguidores de la misma contribuyendo positivamente a la recaudación del primer fin de semana de la película. Pero una vez dentro de la sala el planteamiento es tan lejano y ajeno al de esa saga de vampiros para adolescentes que el boca a boca puede ser catastrófico entre los seguidores del actor. Hay que advertir por tanto que Cosmópolis está en las antípodas de Crepúsculo. Hay que decir que Robert Pattinson hace el papel más difícil de su carrera hasta el momento y convence en este trabajo muy complejo que debería plantear un giro a su carrera y sacarle de encima definitivamente la etiqueta de ídolo de adolescentes. Pero prefiero no imaginar la que puede liarse en el cine cuando las aficionadas y aficionados adolescentes de Crepúsculo coincidan con los seguidores del cine de David Cronenberg y con los lectores de Don DeLillo, autor de la novela en la que se basa la película. Pueden saltar chispas porque son dos tipos de público totalmente distintos. Y estoy convencido de que a David Cronenberg, uno de los directores más provocadores que ha dado el cine en las tres últimas décadas, le divierte mucho esa situación.
El segundo harakiri que se practica Cronenberg en esta película tiene que ver más con su propio planteamiento a la hora de concebir la misma sin hacer ninguna concesión al espectador. A primera vista, Cosmópolis nos da el mínimo de cine con el máximo de diálogo, lo cual inevitablemente se traduce en un ejercicio innecesariamente pedante. El cine debe ser cine y conservar e imponer sus propios criterios y naturaleza cuando adapta una obra procedente de otro medio. Sin embargo, Cronenberg se inclina en esta película por prestigiar la palabra sobre cualquier otro tipo de elementos y el resultado, además de altamente teatralizado, es un puñetazo directo a la mandíbula de la paciencia del espectador.
No me cabe la menor duda de que Cosmópolis va a satisfacer, y mucho, a quienes ven el cine como una manifestación exclusivamente artística, algo totalmente distinto a una actividad lúdica cuyo primer objetivo es el entretenimiento. En ese sentido, Cronenberg ha logrado poner en pantalla una de esas películas con cualidades hipnóticas que no atrapan a todo tipo de espectadores pero logran recoger en sus redes a un tipo de espectador vocacionalmente dispuesto a vivir el cine como una experiencia intelectual más que visceral. Pero incluso en ese terreno más exigente y difícil que el del cine más comercial de entretenimiento y evasión, creo que Cronenberg llega a perder un poco el rumbo. Incluso cuando aborda cine de género, Cronenberg siempre ha sabido lanzar retos al espectador para obligarle a hacer un viaje cinematográfico más rico e interesante de lo que cabría esperar en principio. Películas como Rabia, Vinieron de dentro de…, Scanners, Videodrome o Inseparables son buenos ejemplos. Cosmópolis pertenece a su colección de películas más inclasificables y estimulantes, como El almuerzo desnudo, Crash o Spider. Pero en mi opinión le falta el nervio visual de todas ellas. En Cosmópolis la capacidad de provocación de estas películas ha sido sustituida por un ejercicio pedante de corte intelectualoide en el que el director y la película parecen haberse contagiado de la frialdad y el autismo de su personaje protagonista, como digo un reto para el actor que lo interpreta.
Al salir del pase de prensa, comenté con un compañero que me había parecido pedante. Y él me contestó, con gran juicio: “Cronenberg siempre ha sido muy pedante”. Cierto. Es pedante, pero nos conquistaba desde la provocación y el disparate, revelándonos los puntos más oscuros de la naturaleza humana. Esto es: desde la verdad más oscura de nuestra naturaleza.
En Cosmópolis esa pedantería no está compensada con la verdad que tenían El almuerzo desnudo, Crash o Spider. Y la verdad es en mi opinión la clave esencial del arte. El único personaje que tiene algo de nervio y algo de verdad es el asesino de los pasteles, que por sí mismo merece más una película que el cretino total con el que tenemos que compartir todo el relato.
En Cosmópolis el único monstruo que aparece es el alarde intelectual sobrado y pretencioso, esa acumulación de palabras donde hay más lugar común que verdad.
En cuanto al sexo y la carne, dos condimentos esenciales de las pedantescas estructuras narrativas de Cronenberg para conquistarnos en otras ocasiones, tampoco convence en Cosmópolis. En esta película el sexo es ausente y contra todo pronóstico no nos acerca a la acción, sino que nos aleja de ella. El sexo pierde la cualidad carnal, saludablemente perversa y de sudor compartido por los amantes que lo convertía en gesto revolucionario y provocador en otras películas del director. Asumo que es una elección del propio Cronenberg para definir a su personaje principal, pero hay una escena cien por cien Cronenberg que sirve para demostrar que incluso el propio director está pidiendo y necesitando algo más de vida en su película: la exploración de próstata y la botella estrujada entre las piernas de la colaboradora es una escena de liberación sexual. Del mismo modo, la otra escena cien por cien Cronenberg de la película, el ataque contra el invitado en el programa de televisión, que está más en la línea de Scanners, es una liberación de otra herramienta esencial en el cine de Cronenberg: la violencia.
Entiendo que es elección del director optar por ese distanciamiento y esa frialdad, por ese autismo que define el aislamiento suicida del protagonista, pero creo que el alarde intelectualoide ha matado la verdad que podría haber dado lugar a una película mucho más completa, viva e interesante. Cosmópolis es un viaje interesante para cinéfilos atrevidos y forjados en el reto de las películas difíciles, pero desde otra perspectiva puede ser una tortura menos deliciosa que otras torturas pedantes a las que nos ha sometido este talentoso director, uno de los mejores de la historia del cine.
Una propuesta o pista final: ¿cómo habría sido esta misma película si la hubiera dirigido David Lynch?
Se lo plantee ayer a otro compañero y su respuesta fue: “Seguramente nos habría contado más cosas de lo que ocurre fuera de la limusina”.
Creo que con eso está dicho todo.
Aunque el protagonista sea un imbécil aislado, hipocondríaco y con tendencias autistas, dejar que todo ello contagie a la propia película me parece una mala elección.
Así que no me voy a dejar deslumbrar por el supuesto alarde intelectual y le voy a poner tres estrellas.
Lo que funciona bien en literatura no necesariamente puede funcionar bien en cine. Y el cine es el reino de la imagen, no el reino de la palabra.
Miguel Juan Payán
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