Crítica de la película District 9
“No sorprendería que se detuvieran en Manhattan, Washington o Chicago. En lugar de eso llegaron a la ciudad de Johannesburgo”.
Esta frase, una de las primeras del guión de Distrito 9, revela ya desde su arranque la voluntad de hacer una propuesta distinta dentro del género de ciencia ficción. Pero cuidado con permitir que los árboles no nos permitan ver el bosque.
Sería fácil, y bastante equivocado, caer en la tentación de argumentar que Distrito 9 se sitúa en las antípodas de la mayoría de las fábulas de ciencia ficción que nos sirve con frecuencia el cine estadounidense y que, por estar rendidas muchas de ellas incondicionalmente en los últimos años a los alardes en la parcela de efectos visuales, con el incremento de presupuesto que tal cosa supone, han ido perdiendo contacto con su pertenencia más independiente y original como transgresoras muestras del cine de serie B para pasar a convertirse en productos de lujo de serie A. O lo que es lo mismo, a más dinero, menos originalidad, menos riesgo, menos capacidad de utilizar la ciencia ficción como herramienta de crítica al sistema, a la sociedad a la que pertenecemos, a lo que está ocurriendo en nuestro tiempo.
Distrito 9 tiene un buen respaldo económico de 30 millones de dólares y todo el impacto que puede aportarle contar con Peter Jackson como productor, de manera que sería absurdo pretender que es una película modesta. No lo es en absoluto, y aún menos si la contemplamos desde el punto de vista de los presupuestos que se manejan en las cinematografías más modestas, ajenas a Hollywood. De hecho en Sudáfrica, país del que procede su director y en el que se ambienta su trama, sería una auténtica superproducción (aunque que su ficha oficial la califica como coproducción entre Estados Unidos y Nueva Zelanda). Pero es evidente que por comparación con el dinero manejado habitualmente en las más recientes superproducciones del género –El planeta de los simios, versión Burton (100 millones), Minority Report (102 millones), Yo robot (120 millones), La isla (126 millones), La guerra de los mundos (132 millones), Soy leyenda (150 millones), Star Trek (150 millones), Avatar (190 millones)… -, juega en la segunda división de la liga del cine ciencia ficción que se produce en Hollywood actualmente.
Habrá quien, atrapado en la nostalgia por la ciencia ficción de serie B o adicto a las cutreproducciones de serie Z pueda esgrimir, en una tesis reivindicativa de la modestia como valor por sí mismo, el efecto que se produjo cuando Pitch Black, que costó 23 millones de dólares, cambió de liga para su secuela y se convirtió en Las crónicas de Riddick, que salió por 110 millones.
Grave error: en realidad todo profesional del cine sabe que la clave no está en trabajar con más o menos presupuesto, sino en trabajar con el presupuesto adecuado a las necesidades de la historia que se quiere contar, y simplemente Distrito 9 ha contado con la pasta suficiente para contar su historia. De manera que quienes defienden la película pretextando su modestia y su carácter alternativo a las grandes superproducciones estadounidenses del género, anda bastante perdido, e incluso le resta los verdaderos méritos que posee a esta “modesta superproducción”, si se me permite el sarcasmo, que es Distrito 9.
Dicho de otro modo: la clave no está en el dinero, sino en la imaginación y en la voluntad de contar una historia realmente transgresora. De ahí que destaque la frase con la que comienza este texto: por una vez los extraterrestres eligen un lugar ajeno a las capitales del Imperio Americano y, lo que es aún más importante, eso les lleva a un lugar, Sudáfrica, en el que su odisea como náufragos de lo que no es sino una patera alienígena se convierte en todo un símbolo de cómo el racismo no conoce fronteras, ni siquiera las que nos separan de los planetas más lejanos de nuestro sistema solar. O lo que es lo mismo: que el ser humano lleva el racismo y la xenofobia en las venas, alimentado por el miedo a todo lo extraño y ajeno, a todo lo que no comprendemos.
Más que cualquier otro asunto, lo más interesante de Distrito 9 es su capacidad para advertirnos de ese miedo que nos corrompe. Un miedo que se refleja en las caras de los entrevistados en la fase de documental que domina el primer acto y la primera parte del segundo acto del relato: víctimas e hijos de víctimas del racismo en Sudáfrica que esgrimen los mismos argumentos racistas esgrimidos no hace tanto tiempo contra ellos. Es eso lo que le otorga a la película una madurez que la sitúa por encima de otras producciones de ciencia ficción, independientemente del dinero que manejen. Luego, claro está, tiene otras cualidades. Por ejemplo es interesante cómo el director pasa con una elegancia y una fluidez envidiable desde el plano general aplicado a la historia en clave de falso reportaje que le sirve para plantear su primer alegato antirracista en los primeros minutos de metraje, al primer plano de la historia de Wikus. De ese modo deja sabiamente a un lado la posibilidad de ser sólo una variante de Alien Nation o Independence Day, un vehículo de acción sin más, para ganarse los galones de título de culto entre los aficionados a la ciencia ficción pasando a otro nivel a medida que el espectador empieza a ver las cosas a través de los ojos de ese antihéroe lamentable y perdedor que es Wikus, digno heredero de los atemorizados personajes que han protagonizado las mejores fábulas de ciencia ficción de todos los tiempos, del Winston Smith de 1984 y su variante, el Sam Lowry de Brazil, al Bernard Marx de Un mundo feliz. Entre ellos, el Wickus de Distrito 9 representa la cara más terrible, su lado más oscuro: un funcionario que obedece órdenes y a pesar de su notable incapacidad para manejar una situación que le supera ostenta el falso poder de las marionetas del sistema. Estamos rodeados de este tipo de individuos ya en nuestros días y siempre estuvieron presentes en muchas de las épocas más oscuras de nuestro pasado. Eran los sicarios obedientes de todo genocidio, como el que Wickus perpetra sin pestañear ni perder la sonrisa un momento, totalmente pagado de sí mismo y de la importante “labor” que está realizando en beneficio de la sociedad cuando ordena quemar una de las chabolas en las que están los huevos de los extraterrestres con la despreocupada frase: “Es casi como un criadero”.
El director, astutamente, camufla lo terrible de esa escena en una sencillez narrativa aparentemente inofensiva pero demoledora, dándole la naturaleza de un reportaje que vende un acto genocida de infanticidio de la otra especie como si fuera una operación de control de plagas. Quien quiera leer más allá de lo superficial, encontrará la verdadera naturaleza del asunto: Wickus no es un héroe, es un sicario, un bastardo cobarde y ruin que se deja comprar por un buen cargo, un buen sueldo, una esposa-trofeo, hija de su jefe… La peor especie de trepador. No le tenemos afecto alguno, pero el director se las va a ingeniar para que compartamos su odisea personal en el ghetto extraterrestre, ese nuevo Soweto alienígena, y sintamos empatía con él, comprendiendo que en el fondo todos llevamos un Wickus dentro.
Dado lo que ocurre después con ese personaje, no es casualidad que el director haya elegido que el momento clave en el que la historia deja de ser un falso documental y empieza su andadura como fábula de ficción protagonizada por Wickus sea la escena en la que tres extraterrestres parecen estar rebuscando entre la basura. Es un ejercicio de coherencia otorgar ese papel a los alienígenas, considerando el proceso que va a sufrir Wickus y el plano final de la película.
Cuando la imaginación se pone al servicio de la reflexión sobre nuestra propia naturaleza como seres humanos, la ciencia ficción demuestra su inagotable capacidad como herramienta de denuncia realmente demoledora. No es extraño que sea un género mirado con suspicacia y temerosa desconfianza por los gobiernos de los déspotas.