Las expectativas… qué peligrosas y cuánto daño pueden llegan a hacer. En esta cuestión son realmente duchos los hermanos Wachowski, que lo han comprobado en sus carnes ya más de una vez.
Pero comencemos por el principio: su debut con la apreciable Lazos ardientes los colocó en el certero punto de mira de Joel Silver, productor cazatesoros donde los haya. Este sabueso de los buenos negocios les proporcionó el soporte de una major del calibre de la Warner y Matrix, su siguiente proyecto, se convirtió en una masterpiece instantánea y arrolladora que revolucionó el cine en general, y la ciencia ficción en particular. Después de alcanzar la cumbre y de conseguir los picos de prestigio más altos inimaginables en un espacio tan corto de tiempo, solo quedaba escalar unos peldaños más o comenzar la caída. Y los Wachowski optaron por la segunda.
El vehículo para perpetrar su particular bajada a los abismos no pudo ser más doloroso: la segunda y tercera parte de su otrora obra maestra. Y digo otrora porque, pese a quien le pese, el recuerdo de la primigenia Matrix se vio irrevocablemente empañado por culpa de unas nuevas entregas que abandonaban la crítica al posmodernismo iniciada por la primera para ser una oda del mismo. El desencanto que produjo ver cómo las aspiraciones intelectuales que se iniciaran con la primera parte habían sido eliminadas para dar paso a un nihilismo de cines de extrarradio que además se basaba descaradamente en la fórmula de multiplicar el espectáculo por cien para semejar más atronador fue un duro varapalo. Con semejante fiasco por partida doble los dos hermanos que venían de ser entronizados con laureles remataron la faena coronados por espinas. El parón en sus actividades se hizo tan necesario como inevitable. Y después llegó Speed Racer….
Los malogrados hermanos se escudaron bajo la pusilánime máxima de que “el que puede lo mucho, puede lo poco” y decidieron dejarse de virguerías optando así por una empresa mucho más discreta con la que poder resarcirse: la adaptación del célebre anime japonés Meteoro. Sin embargo, quizá pecaron de ingenuos o eran desconocedores de que la tarea pintaba en realidad mucho más engorrosa de lo que en un principio creían. Por si fuera poco, tampoco cayeron en la cuenta de que el ejemplo de cómo Roland Emmerich fuera capaz de destruir de una forma tan flagrante uno de los baluartes del imaginario japonés a través de Godzilla era todavía muy reciente y había escocido en demasía a la crítica y a la industria. Aún así, si sirve de consuelo, huelga decir que Speed Racer no alcanzó los niveles de aberración de Godzilla, película que, por otro lado lado, albergaba algo más monstruoso que el bichejo que le daba nombre: la abominable Maria Pitillo.
Y así Speed Racer llegó y derrapó. Hubo en ella una serie de catastróficas desdichas que favorecieron su descalabro artístico y comercial de una forma meteórica, y nunca mejor dicho.
En primer lugar, ese estilo visual de colores lisérgicos y luminiscentes, de neones y excesos digitales y que bebe y evoca incomprensiblemente a la terrorífica El gato es ya de por sí, preocupante. Juega a hacernos creer que los escenarios de la película son de golosina, que sus formas siguen la trayectoria de regalices curvilíneas, y que la fanfarria sabe a algodón de azúcar. El gasto está ahí, se palpa, se nota, tan desmedido, tan presente, tan poco real y excesivamente digital. Y da gloria verlo marchitarse ante una historia tan endeble en sus versos como opulenta en sus formas.
Speed Racer cae en desgracia por parecerse sospechosamente a las típicas aventurillas familiares filmadas en los descansos de los excesos de Robert Rodriguez (hagan memoria: Spy Kids, Las aventuras de Sharkboy y Lavagirl, Shorts) situación que hace sonar todas las alarmas, máxime si hablamos de dos creadores y artesanos como los Wachowski. Ahí es precismente en donde a Speed Racer se le ven las costuras: es un producto demasiado infantil para los adultos e incluso para los infantes de hoy en día. Imagínense por ejemplo que La carrera de la muerte del año 2000 se corriera en un escenario de Charlie y la fábrica de chocolate. Los mimbres son débiles, y aunque el envoltorio sea contundente, no es capaz de disfrazar la parquedad de la propuesta.
En este sentido, falla exactamente en los mismos puntos que lo hizo Thunderbirds: una evidente “galería del horror” conformada por personajes estereotipados, a saber: madre comprensiva y experta en tortitas, padre orondo siguiendo la dieta super size me al dedillo, hermano graciosete aunque algo cargante, novia florero y/o chupa-chups y un chimpancé casi tan insoportable como el que intentaba levantarle la falda a Faye Dunaway en la soporífera Mi colega Dunston. Ni que decir que el malo de la función es una caricatura apenas esbozada y que ninguno de ellos se molesta en no evidenciar de una forma tan descarada una linealidad más que evidente.
Y es entonces cuando caemos en la cuenta de que, visionando Speed Racer, estamos asistiendo no a un film de aquellos realizadores que años atrás crearon una piedra filosofal que revolucionó el alicaído sci-fi, sino a un catálogo de Hot Wheels que semeja haber sido confeccionado por un publicista con un pasote de anfetaminas. Solo así se explica tanto atiborre de colores con contrastes y saturación al máximo que acaban provocando un efecto similar al que te produciría mirar fijamente a las luces de tu árbol de navidad durante dos horas sin parpadear. Y es que si con Speed Racer no te agarras unas buenas convulsiones, puedes estar seguro de que tu cerebro funciona con absoluta precisión. Y de paso te ahorras la consulta al neurólogo. Por eso y por ser capaz de, a pesar de sus errores, hacerte pasar un buen rato, Speed Racer merece la pena ser reivindicada. Aún con todo, los Wachowski no se escapan de ser castigados a una esquina mientras yo suspiro: ¡Ay! Qué sequía de guiones…
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