El bosque de los suicidios. Terror de fórmula que mezcla argumento japonés con miedo norteamericano.
Una rara fusión de cine de miedo apegada escrupulosamente a los tópicos del género que tiene un argumento más interesante que su desarrollo final. La fusión es la del lenguaje del cine de terror aplicado en Estados Unidos para narrar una trama que tiene su origen y es de hecho en su totalidad una fábula más propia de las tradiciones del cine de terror japonés.
Tras un arranque de montaje rápido que nos lleva en tiempo récord al epicentro de la historia, la película empieza a desarrollar su peripecia argumental en torno a un concepto interesante de partida: es bosque convertido en laberinto donde se manifiestan los espíritus furiosos llevando a los atrevidos paseantes que lo frecuentan al suicidio. El protagonismo de Natalie Dormer al frente del reparto y de la historia y los primeros compases de presentación de la fábula pueden mantener el interés inicial del espectador sobre la intriga que se plantea y la incógnita respecto al destino de la hermana perdida, pero rápidamente el recorrido por el bosque, que debería haber sido el de una terrorífica historias de itinerario pesadillesco en el laberinto verde, al estilo por ejemplo de lo que fuera en su momento The Descent en la espeleológica odisea subterránea dirigida por Neil Marshall, cambiando cuevas por árboles y ríos, se convierte en un anodino viaje que no consigue sacar adelante la propuesta de cambio de género hacia el suspense con psicópata y el engaño en la segunda mitad del segundo acto, y se interna así en un desenlace en el que falla todo el tercer acto, sin aprovechar la figura de la hermana perdida más que como herramienta oportunista para darle un final totalmente previsible al relato.
Este tercer acto entregado totalmente al tópico es lo que le resta mucho al conjunto, que ya estaba en todo caso excesivamente lastrado por el tópico en el metraje precedente. Además parece que tuvieran prisa por contar la historia. Van al susto fácil, acompañado de pirotecnia visual y sonora, en lugar de cultivar el estilo japonés de la tensión y la incógnita prolongada en el descubrimiento de la amenaza. El ritmo trepidante de la parte final de la película la priva de esa construcción más reposada que necesita para acercarse a la parte más inquietante de las fábulas niponas de terror, que abandona rápidamente tomándolas sólo como referencia lejana y apartándolas de sus objetivos. Propongo al lector un ejercicio sencillo si decide acudir a ver este largometraje: que al salir del cine se imagine cómo habría funcionado siguiendo las pautas del terror aplicadas en el cine japonés, en una línea similar a la de La señal, Llamada perdida y otros señalados títulos del género. De ese modo entenderá por qué creo que en El bosque de los suicidios se ha desperdiciado una prometedora anécdota argumental que podría haber dado mucho juego por ese otro camino más inclinado hacia la puesta en escena más elaborada.
Miguel Juan Payán
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