Crítica El espía honesto
Crítica de la película El espía honesto
Retrato de la alienación y corrupción del individuo en los regímenes totalitarios.
República Democrática Alemana. Ese paraíso al otro lado del Telón de Acero que algunos quisieron vendernos pero finalmente no era tal. La directora Franziska Stünkel nos lleva de paseo por un laberinto kafkiano totalmente posible basándose en personaje y hecho real, el caso de la última persona ejecutada en la RDA en 1981, una de las 116 condenas a muerte que se llevaron a cabo de las 231 dictadas en el satélite soviético, en aras de la “protección” frente a los denominados “enemigos de clase”, tal como explica la propia película en su texto de blanco sobre negro a modo de conclusión.
Una sobriedad absoluta acompaña al protagonista en un sólido ejercicio de prolepsis que elimina voluntariamente el juego más superficial de intriga para instalar en el relato con autoridad la reflexión sobre la destrucción de la identidad y los valores en un régimen dictatorial de pesadilla digna de la novela 1984 de George Orwell cruzada con El proceso, de Franz Kafka.
Entramos en el laberinto-ratonera en la que el autoengañado protagonista se muestra por primera vez totalmente desnudo, elección de la directora para marcarnos ese estado inicial de inocencia de un Adán despreocupado junto a su Eva, ambos todavía libres de toda corrupción y de toda la decadencia que les espera en el resto del relato cuando se vayan imponiendo en sus vidas las exigencias, mentiras y zarpazos del espionaje practicado con impunidad hipócrita por los compañeros y superiores del protagonista. Y desde ese primer momento, asistimos a un inquietante viaje de autodescubrimiento del héroe como marioneta mutilada del poder, corrompido hijo del miedo y destructivo y destruido títere del autoritarismo. Todo ello con una puesta en escena que renuncia a todo alarde de intriga, a toda muleta melodramática, valorando desde su sobriedad la seriedad del asunto que nos plantea.
Sustentada sobre esa sobriedad, El espía honesto parece querer construir una visión realista y privada de todo alarde romántico habitual en las novelas e historias de espionaje, y va incluso más allá de los dramas existenciales que se montan las novelas de John Le Carré y las películas derivadas de las mismas. Nada hay del glamour y los artificios de la intriga en esta película porque nada hay de todo ello en la vida de sus protagonistas, más inclinada a la monotonía gris de sus vidas tirando a miserables. Marionetas del poder, los personajes se nos muestran privados de todo adorno y la estrategia visual de la película queda definida por ese plano del coche entre los árboles seguido por una cámara a ras de la carretera, o por esa secuencia del cuadrado salón en el que la pareja disfruta de pequeños “regalos” a modo de anzuelo, como el sistema estéreo y las sillas giratorias en un pequeño paraíso privado que no tardará en convertirse en jaula que los atrapa, como al periquito que se asoma a sus vidas como única metáfora visual obvia de toda la película, bien instalada visualmente en una terraza que como todos los demás exteriores e interiores de la película, como cada localización, define con maestría la vida gris de las víctimas atrapadas en una telaraña política de autoritarismo y sumisión.
Miguel Juan Payán
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