El director húngaro László Nemes consigue narrar una historia sobre el holocausto judío, en la que las emociones quedan ocultas por el oprimente objetivo de la cámara.
Desde el estreno del intenso documental Shoah (1985), cualquier película desarrollada en los genocidas campos de concentración nazis siempre queda sometida al ejercicio de comparación con esta monumental obra de Claude Lanzmann. Un trago que László Nemes pasa con nota.
El director húngaro László Nemes consigue narrar una historia sobre el holocausto judío, en la que las emociones quedan ocultas por el oprimente objetivo de la cámara.
Desde el estreno del intenso documental Shoah (1985), cualquier película desarrollada en los genocidas campos de concentración nazis siempre queda sometida al ejercicio de comparación con esta monumental obra de Claude Lanzmann. Un trago que László Nemes pasa con nota.
Voluntariamente alejada de los espectáculos morbosos y de escenificaciones al estilo de La lista de Schindler, El hijo de Saúl es el resultado de una crónica pequeña e individual, inmersa en un abominable decorado de muerte y destrucción. El guion urdido por el cineasta magiar y Clara Royer no pierde nunca el punto de vista del protagonista (figura omnipresente en cada plano y secuencia), y reduce la profundidad de campo a los padecimientos de este Sonderkommando con el juicio alterado: estado de ánimo que le lleva a creer que su vástago es un niño fallecido por asfixia, en las duchas de gas que este ayuda a controlar en Auschwitz.
La movie desarrolla su macabro discurso en el año 1944, cuando los responsables de los centros hitlerianos para la matanza seriada habían aumentado el ritmo homicida. Allí, Saúl asiste a la locura generalizada, con el silencio y la sumisión como normas del tétrico juego; y solo le queda el recurso del imposible entierro de su extraño heredero, para escapar de la pesadilla permanente que experimenta día y noche.
Frente a semejante papel, el desconocido Géza Röhrig se convierte en el adecuado actor para dar vida a ese ser sin espíritu ni esperanzas, el cual hace suyo un libreto centrado exclusivamente en su mirada. Un testimonio visual en primera línea con el que el realizador monta el engranaje del filme, cuya acción queda supeditada a las huidizas impresiones permeadas por los ojos de Saúl. Esta perspectiva narrativa permite a la cámara no alejarse nunca de la espalda y del rostro del Sonderkommando húngaro, aunque ello signifique no aprovechar las implicaciones emocionales y sentimentales de uno de los mayores crímenes contra la humanidad cometido a lo largo de la Historia.
Precisamente, el mencionado acierto técnico se transforma también en el problema más evidente del largometraje, ya que genera una cierta desafección del espectador con los terribles hechos que llenan la pantalla, y que solo se intuyen a través de los sonidos. Por mucho que se tilde de efectista a La lista de Schindler, Steven Spielberg transmitió con contundencia los sufrimientos de los prisioneros judíos a manos de la barbarie nacionalsocialista; algo que se le escapa sin remedio a László Nemes.
No obstante, la propuesta cinematográfica de este creador nacido en Budapest es radicalmente diferente a la del responsable de Encuentros en la tercera fase. Tal vez por eso, no sea justo medir la eficacia del mensaje de ambas obras en función de los caminos emprendidos por una y otra para mostrar una misma realidad.
El hijo de Saúl hace de la frialdad impostada su guía para marcar el argumento: vehículo escogido como necesario, y que el director destina a escenificar la pérdida de sensaciones reconocibles en un tipo que ha estado demasiado tiempo sobreviviendo en el Averno.
Jesús Martín
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