El irlandés, cine negro al estilo europeo con un gran Brendan Gleeson jugando contra el tópico del detective tradicional.
Estamos en Irlanda, y en Irlanda las cosas son distintas. Incluso los asuntos relacionados con el crimen y la policía. Brendan Gleeson se pone al frente de una trama policíaca desarrollada en territorio rural irlandés en la que están implicada también una asociación criminal dedicada a traficar con drogas, el FBI y una policía corrupta. Todo ello en un entorno paisajístico en el que los desfiladeros urbanos tradicionales en el cine negro más convencional se convierten en verdes planicies y playas de aguas turbulentas, y donde el protagonista es un peculiar policía de pueblo que está más allá de los cincuenta y está de vuelta de casi todo.
La peculiaridad del agente protagonista, que queda rápidamente puesta de manifiesto en la primera secuencia del largometraje, donde también queda claro que ha decidido convertirse en una especie de náufrago social pasota, acaba contagiándose al propio argumento y al resto de los personajes, convirtiéndose en su arma secreta para conquistar al público. En ese sentido, la película aplica una fórmula que siempre ha rendido buenos dividendos en televisión e hizo furor en la series de los años sesenta y setenta, donde la peculiaridad de personajes como Ironside, el detective en silla de ruedas, Cannon, el investigador obeso, McCloud, el poli vaquero paleto trasplantado a la gran ciudad, o el rey de todos ellos, Colombo, el aparentemente desaseado y aparentemente despistado detective que en realidad se las sabía todas y siempre pillaba a los criminales, hicieron furor entre los espectadores creando auténticos iconos de la cultura popular. Por ese camino trabaja también el poli rural irlandés que interpreta Gleeson, que se nos muestra como una humanización extrema del estereotípico personaje del detective en el relato policial y queda sobre todo definido por esa relación con su madre, interpretada por Fionnula Flanagan, tan intensa pero tan desprovista de superchería o farsa melodramática. El juego de esos dos actores se sitúa así sutilmente en el centro del relato como una especie de pista o fórmula para que el espectador descifre la forma en la que va a desarrollarse toda la trama de intriga y los personajes que la habitan: a caballo entre la comedia costumbrista (el protagonista y las prostitutas, el protagonista y el novato, la incorrección política del protagonista con el tema del racismo, son muestras de ello) y una forma de entender la intriga muy original y flexible, apartada también de los tópicos, que queda explicada por el trío de delincuentes, que tanto recuerdan a los criminales cercanos, tipos incluso simpáticos a pesar de sus monstruosas acciones, en la línea de los que habitan las novelas policíacas de Elmore Leonard, especialmente en el caso del personaje de asesino filósofo interpretado por Mark Strong.
A estos elementos hay que añadir una especie de variante de “historia de amiguetes que se odian” que se construye en torno al policía paleto encarnado por Gleeson y el agente del FBI negro interpretado por Don Cheadle, a la sazón productor de la película, que crea una de esas extrañas parejas para dominar la parte final de la película e incluso darle un cierto cierre épico al relato, con un Brendan Gleeson explosivo como héroe de acción contra pronóstico que por su físico casi nos recuerda a un John Wayne de la época tardía en alguno de los tiroteos de El Dorado, Río Lobo, Ladrones de trenes o Los cuatro hijos de Katie Elder.
Resumiendo: divertida, entretenida y diferente. Una buena manera de abrir nuevos caminos al cine policíaco desde paisajes ajenos al planeta U.S.A.
Miguel Juan Payán
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