¿Es posible jugar a las muñecas rusas con las tramas de un guion? El actor Brian Klugman y el screenwriter Lee Sternthal demuestran que lo expresado en la cuestión es absolutamente viable, y lo ejercitan con rigor helenístico en su debut como directores de largometrajes: una película laberíntica, donde la realidad y la ficción se confunden conforme avanza el desarrollo de las múltiples historias que componen su argumento.
La utilización de una falsa voz en off para iniciar el filme (timbre al que la pareja de creadores identifica con el rostro de Dennis Quaid) ya revela al espectador el campo en el que el dueto de realizadores va a desplegar su armamento dramático. La figura del escritor veterano y exitoso ante una sala llena de seguidores ansiosos de recibir la lectura de su última novela (Palabras) supone así una toma de conciencia clara, diáfana y continua hasta el the end, de la que los márgenes del libreto no se salen más que de forma tangencial, como mcguffins anclados en un centro de gravedad bastante inestable, por cierto.
Esos antecedentes o prolegómenos del intelectual en pose triunfal dan las pinceladas necesarias para adentrarse en la existencia de un joven aspirante a John Fante, que sueña con ver publicadas sus obras en edición de lujo, y comandar las listas de best-sellers. De esta manera, entra en escena el personaje de Rory Jansen (Bradley Cooper), en la piel de ese narrador emergente con muchas cosas que decir y pocos contactos para alzar la cabeza en el siempre elitista mercado de la industria libresca. La guía del papel de Quaid hace percibir a este protagonista como un héroe con defectos de persona humana, que es capaz de lo mejor y lo peor. Entre lo más loable se hallan sus ideales de libertad creativa; mientras que, entre lo más deleznable, está la acción de robar un manuscrito que no es de su autoría.
Y en esas tesituras, nuevamente el bueno de Dennis mete en el partido al rol de Jeremy Irons: el anciano que se siente maltratado por Cooper, al ver su texto firmado por otro. Pero este señor, a su vez, tiene otra historia que contar: la de un incauto soldado (Ben Barnes) que en la Segunda Guerra Mundial conoce a una chica francesa de la que se enamora; y con la que se casa, tiene una hija, la niña se muere… y se separan.
Hasta aquí todas las tramas se ponen a lanzar mensajes; emitiendo información sesgada que los directores procuran dosificar en una supuesta justa medida, para generar un mantenimiento deseable de las cuotas de interés. Sin embargo, un asunto completamente distinto es que consigan acertadamente llevar a cabo su plan.
Klugman y Sternthal coquetean con algo bastante peligroso en empresas de este tipo; y ese elemento no es otro que el de la pluralidad de discursos. Diversificar trae consecuencias raras en la percepción de los trabajos que alardean de la multiplicidad de aristas; y eso es lo que ocurre con El ladrón de palabras.
Tres desarrollos temáticos esquematizados, con diferentes intensidades e irregularidades en los criterios selectivos respecto a su evolución, marcan el devenir de una película con un tono general de agradable sobriedad, e interpretaciones más que meritorias del elenco artístico (en estas tesituras, Bradley Cooper y Zoe Saldana son de los más destacables). Pero algo provoca que la narración quede lastrada por una falta de contundencia en lo que cuenta, sin atisbos de una toma de posicionamiento realmente arriesgada, o medianamente alentadora de frescura, que eleve a la movie por encima de otros títulos marcados por la previsibilidad.
Así, el aparentemente sorpresivo inicio con el personaje de Quaid en plan orador abre las retinas -y la mente- hacia universos que los cineastas debutantes parecen desaprobar en cuanto dejan de intuir su ya citado centro de gravedad permanente. Y eso que el visionado de la historia de Cooper, cuando éste era sólo un escritor con sueños de éxito, goza de un prometedor sentido de la agilidad. Sin embargo, en cuanto el aspirante a autor plagia el relato que encuentra en una desgastada bolsa olvidada en París, el largometraje empieza a tornarse plomizo y moralizador, alambicado en una serie de acontecimientos desligados de la anunciada profundidad con que habían sido presentados.
A partir de ese momento, en que Rory Jansen triunfa y entra en la pantalla el ultrajado anciano al que le ha robado sus palabras, el guion se vuelve un tanto farragoso y reiterativo, con unos papeles de cartón piedra cautivos de la artificialidad maniquea con la que los realizadores los alimentan.
En este ecosistema a lo botella de bebida refrescante que pierde el gas al destaparse, el episodio que debía representar el eje más determinante del largo queda diluido como un azucarillo por la banalidad de sus materiales de construcción. Tras haber echado el resto en los segmentos anteriores, el correspondiente a Ben Barnes es un flashback sin la suficiente pasión, como para que el personal comprenda el motivo de que un tema tan escasamente alentador se haya transformado en un exitoso best-seller. Aparte, la escenificación de las desgracias del joven matrimonio en el París de la posguerra ni siquiera goza de la ambientación adecuada. Ante tales decisiones, la película cae enteros en su misión de mantener la atmósfera general, antes misteriosa.
Una vez se conoce el nudo argumental, el tríptico queda mortalmente cojo de una pata, y afecta a las historias de Cooper y Quaid (bueno, más a la de la estrella de El equipo A que a la del ex de Meg Ryan; ya que la de éste nunca había estado excesivamente dibujada en el croquis general).
No obstante, y pese a lo explicado anteriormente, El ladrón de palabras es un filme que se sitúa en una escala de calidad superior a la de muchas de las obras que pululan por la cartelera actual. Sin embargo, también es un trabajo extraño que se alarga en exceso, con cuestionamientos morales mal reflejados y un ritmo cadencioso, que al final no llega a ningún puerto.
Jesús Martín
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