Crítica de la película El mensajero.
Interesante historia de padre coraje al estilo americano con un buen reparto bien aprovechado.
Dwayne Johnson no es aquí La Roca, el personaje que creó en su etapa como estrella de la WWE y luego arrastró al cine con sus trabajos en La momia 2, El rey escorpión o más recientemente Fast and Furious. Aquí encontramos al Dwayne Johnson más actor en un papel totalmente distinto del que le conocemos, un personaje que se define por el drama y no por la acción, como demuestra la escena del encuentro con el hijo en la cárcel, una pesadilla para todo padre, que Johnson interpreta con solvencia, sin exceso melodramático, sin adornar el personaje. Las secuencias de acción son demasiado embarulladas, como las de la persecución del hijo del protagonista al principio o la paliza por la noche poco después. Pero el resto de la realización es bastante competente buscando crear estilo propio relacionado con el tema de la película, ese “basado en hechos reales” que queda respaldado por un tratamiento visual de cámara al hombro y pieza televisiva, con la cámara moviéndose entre los personajes en clave reporteril. Lo bueno es que eso lo hace sin renunciar a la naturaleza puramente cinematográfica de la propuesta, como demuestra la secuencia de la charla con el ex convicto en el bar, jugando con el espejo como elemento de ruptura para lo que con otra planificación habría sido una escena más convencional resuelta en plano contra plano. Además después de esa conversación, el personaje de John Bernthal (el Shane de la serie The Walking Dead, que después de dicha serie y este trabajo junto a La Roca está pidiendo a gritos más trabajos en el cine), cobra mayor protagonismo abriendo la trama a ese personaje del mundo criminal que se complementa a la perfección con el trabajo de Dwayne Johnson, prestándole respaldo. De hecho, Bernthal tiene una presencia de actor clásico del cine negro que recuerda a John Garfield.
El reparto se refuerza en sus recursos secundarios con valores seguros entre los que destaca Susan Sarandon como la política ambiciosa, Barry Pepper como el policía antidroga, Benjamin Bratt como el traficante y Melina Kanakeredes, la co-protagonista de CSI: New York, como la preocupada madre. De todos estos elementos sale un equilibrio incluso en las escenas más convencionales que sacan partido a sus actores esquivando así la siempre peligrosa proximidad a planteamientos más propios del telefilme, un territorio en el que este tipo de historias basadas en hechos reales suelen naufragar en el tópico y la repetición melodramática propia de la programación de sobremesa del fin de semana. El reparto y un trabajo de guión y dirección bien orquestado alejan la película de esa posibilidad y la mantienen en un terreno intermedio entre la trama policíaca en clave de cine negro vertiente crook story, representada por el personaje de Bernthal, y la peripecia de padre coraje abnegado que como he dicho constituye una grata sorpresa en la filmografía de Dwayne Johnson y es su trabajo más sólido como actor hasta el momento.
Inspirada en el documental Snitch, que abordaba los sucesos relacionados con esa peripecia del padre coraje interpretado por Johnson para esta reconstrucción en clave de ficción, la película está construida como una sólida y creíble historia de intriga en la que las secuencias de acción no llegan hasta el final, están bien administradas y contribuyen a un buen desenlace de la tensión creciente que las precede. En todo momento podemos vivir la historia de los protagonistas con la sensación de que nos acercamos a esos enfrentamientos violentos al final del camino que tan bien ha dosificado el guionista y el director. En lugar de tirar por el camino más fácil, que habría sido explotar el argumento a modo de punto de partida para montar una fábula de acción más o menso convencional, los responsables de este proyecto han decidido ir por el camino más serio y también el más difícil, planteando una película que sigue los acontecimientos en esa clave de cámara al hombro, cierto es que en algunos planos movida en exceso, algo loca para mi gusto, pero en cualquier caso eficaz para ir desvelando las claves de una historia que también tiene su lado de denuncia, plenamente expresado en esa frase final que antecede a los créditos, sobre las penas aplicadas a distintos delitos en la legislación estadounidense, bastante farisea en estos asuntos. De hecho, lo que cuenta la película es cómo las fuerzas de la ley trasladan la responsabilidad de infiltrarse en las organizaciones criminales para combatir el tráfico de droga a un padre de familia absolutamente ajeno a ese mundo sometiéndolo a un chantaje en toda regla que mediante un truco legal les permite retener a su hijo como rehén hasta que el padre consiga facilitarles una detención que puedan explotar promocionalmente ante la prensa.
Un paisaje temible, pero sin duda real, que hace reflexionar sobre hasta qué punto los Estados Unidos mirados como el país de la libertad están empezando a convertirse en una pesadilla edificada sobre las ruinas de su propia mitificación.
Así pues, además de una buena trama de intriga, un eficaz trabajo de dirección y de interpretación, con alguna que otra grata sorpresa en el reparto (como digo Bernthal pide a gritos papeles protagonistas, esperemos que su físico con nariz de boxeador no le impida alcanzarlos o le deje encasillado en papeles de acción o tipo siniestro, sería un desperdicio de su talento), El mensajero tiene también su buena dosis de denuncia. Su mejor compañía serían títulos como la miniserie española Padre coraje (2002), dirigida por Benito Zambrano con Juan Diego como protagonista.
Miguel Juan Payán
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