Crítica de la película I Love Dogs
Simpática comedia situacional protagonizada por perros y humanos, en la que al menos los canes no hablan y los actores bípedos no ladran.
Un grupo de mascotas y la relación con sus diferentes dueños y dueñas son los engranajes de esta película coral, con la que Ken Marino desarrolla su peculiar visión de una feel good movie; siempre pendiente de no abandonar el sincero y necesario mensaje de acabar de una vez por todas con el abandono de animales domésticos.
A modo de tramas superpuestas, el guion de I Love Dogs (Dogs Days, en Estados Unidos) sigue un esquema formal en el que los verdaderos protagonistas son los perros, más que sus despistadas familias. El travieso Charlie, el tímido Sam, la simpática Mable, la asustadiza Gertrude, y la enérgica Brandy son los canes a los que hace referencia el título con la palabra dogs; y que, con su expresividad y ocurrencias, llenan la pantalla con una atmósfera de contagiosa empatía generalizada.
Poco importa que los actores humanos queden desdibujados ante la explosión de gestualidad cuadrúpeda que inunda cada uno de los fotogramas, ya que los perros demuestran su generosidad al integrar el trabajo de sus compañeros men and women en medio de su despliegue de frescura y naturalidad. Ante semejantes armas de interpretación activa, los espectadores siguen con soltura las vicisitudes de Charlie y del caótico hermano de sus verdaderos dueños; los problemas de Sam para conseguir que su ama alcance el amor; la confusión de Mabel para decidir cuál es el hogar donde tiene que residir; los sueños de Gertrude para salir de las calles y dormir caliente; y la bondad de Brandy para establecer una amistad fuerte con Sam, y sacarle de su ostracismo y depresión.
Las expresiones y carantoñas de este grupo de animales domésticos consiguen borrar, o apagar en gran medida, el estrellato de colaboradores de la talla de Eva Longoria y Vanessa Hudgens; las cuales comparecen en un par de personajes que no alcanzan el lucimiento excesivo, por lo menos no por encima del de sus colegas con collar antiparásitos.
Pero este problema –consistente en el evidente desequilibrio argumental entre el peso humano y el canino- no es una pega que lastre la efectividad de la película ideada por Ken Marino, en la que funcionan los gags por la contundencia de una moraleja tan potente como la de compartir la existencia con el denominado mejor amigo del hombre. Un objetivo argumental, que el cineasta reitera en cada una de las historias que pueblan el metraje del filme; y que llenan su discurso de escenas cargadas con emotividad contagiosa.
Bajo tales premisas, Marino acierta también al no quedarse simplemente con el elemento triste y desangelado referente a los problemas de los perros en las ciudades; y resuelve las diferentes tramas con una fórmula de agradable factura sentimental, que provoca nostalgia y risas casi al mismo tiempo.
Esto hace que I Love Dogs encaje sin reservas en el género feel good, que tan buenos resultados está dando en el género del musical a nivel taquillero.
Jesús Martín
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