«¿Sábes lo que es el terror, David?. El terror son tus ojos. Tus terribles ojos verdes».
Con estas palabras sentencia Adan Martel, personaje que interpreta el siempre inmenso Juan Diego, una historia que viene a ser un extraordinario exponente de la buena salud de la que goza el cine de género en este país.
Había ganas de asistir al debut cinematográfico en el largo de Juan carlos Medina, director versado en el mundo del videoclip y muy fan del género del thriller y de terror, ganas de saber de qué era capaz a la hora de materializar un guión estupendo escrito por él, en colaboración de alguien tan potente como Luiso Berdejo, un habitual del género del terror ( suyos son los guiones de REC y REC3).
Juntos se meten en los entresijos y profundidades de una de esas historias feítas y hondas de las que prometen y que siempre enganchan y en las que a los amantes del género del terror y el suspense, siempre nos apetece sumergirnos para que, en clave de encuadre cerrado y fotografía mortecina, nos guionícen dos horas de nuestra vida confirmándonos una historia currada y con chicha de las que prometen profundo poso de ingrediente historiográfico y generacional; una de esas historias familiares que nos hablan de secretos emparedados, de razones que explican los orígenes oscuros de una forma de ser; historias que atrapan porque hablan de los misterios que albergan los árboles genealógicos más desfavorecidos, los menos agradecidos o agraciados por los dioses.
Un terrible accidente desvela de manera fortuíta una terrible verdad a la que hay que poner solución. Un hombre ( hipnótico Alex Brendemühl), para salvar sus días que se agotan sólo puede acudir a sus padres biológicos (Juan Diego y Ángels Poch) en busca de un trasplante que le devuelva un futuro. Lo que se plantea algo fácil, sencillo se transforma en una Odisea que llevará al protagonista de nuestra historia a descubrir un terrible secreto.
Dos hechos aislados sin relación aparente: las consecuencias de dicho accidente que tiene lugar en el presente y la existencia en los años anteriores a 1936, de un grupo de niños, víctimas del llamado síndrome de Nishida, que les incapacita para sentir dolor son los dos puntos devergentes que confluyen en un personaje que dará sentido al misterio y a la identidad de todos un moderno Segismundo, fruto de la soledad y de las circunstancias del sistema, metáfora perfecta que recrea el alma humana como recipiente siempre necesitado de sensibilidad, educación y cariño para no convertirse en algunos casos en herramienta denaturalizada y embrutecida, en manos de la manipulación más indeseable.
El misterio está servido.
Si hay algo que agradecer en esta cinta, presentada en la pasada edición del Festival de Sitges, es su propuesta tan arriesgada, la valentía en la exposición de una historia muy bien fabulada, muy bien montada y con intriga y con tempos bien medidos para desarrollar ese suspense que se echaba de menos hace tiempo en este tripo de cine, de nuestro cine´.
A la cinta se le valora y agradece que esté protagonizada por personajes que resultan todos y cada uno de ellos, importantes en la trama. Todos participan de un mismo misterio, todos tienen algo que decir y todos callan sus miserias.Están bien escritos aunque sí se agradecería un poco más de extensión en alguno de ellos como el del ya mencionado Adán Martel (Juan Diego) y ahí lo dejo.
La cinta viene estructurada como un todo pero integrado a su vez por microhistorias, subcompartimentos estanco que nunca son una distracción gratuíta, que no persiguen el efecto inmediato de un buen susto, sino el objetivo único y ambicioso de tenerte el corazón en vilo esperando una explicación que se intuye será, para algunos, muy sorprendente.
Varias historias, thrillers perfectamente independientes en sí mismos, resultan ser las vértebras que conforman un único esqueleto sólido, atractivo y creíble en todo lo que se nos cuenta con algún resbalón a última hora, que se excusa por el talento y lo trabajado, más bien fruto del exceso de pasión en la resolución del desenlace de la historia que de la obsesión por mantener una línea de coherencia, no tan llamativa pero sí más acorde con el thriller tejido con mesura y templanza que veníamos disfrutando.
El flashback es la licencia que nos permite viajar entre dos épocas que comienza poco antes de la Guerra Civil española (metáfora siniestra de unos tiempos traumáticos, tan traumáticos como el equipaje genético, vivido y pensado que arrastra cada unos de los personajes de la película) para terminar explotando de manera un tanto increíble en nuestros días y que vertebran una tragedia única y tan negra como las pinturas de Goya, como si Cronenberg habitara sus viscosidades en un pueblo perdido próximo a Canfranc.
¿Qué valor tiene el pasado cuando sin él no se entiende nuestro presente, cuando se trata de arreglarlo, enmendarlo, purgarlo y digerirlo; de vomitarlo y una vez desollados los recuerdos, así revivirse?
¿Qué es lo que nos da entidad como personas y nos dota de humanidad cuando todo lo conocído nunca ha guardado ningún color, ni aroma ni luz ni poesía ni sensibilidad?
El papel del padre, el del hijo y todas sus herencias, son otros temas a descubrir.
De monstruos incomprendidos o no, fruto de circunstancias terribles y ajenas a ellos mismos o no, el mundo está lleno.
Esta es una gran historia de suspense que habla de alguno de ellos y de los rastros que dejan las historias no habladas porque lo que no se habla, no existe.
Bravo por este director y sus historias. Ojalá que nos regale más en un futuro.
Marta Simón
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