La gran seducción recupera la comedia a medio camino entre John Ford y Billy Wilder con un gran Breendan Gleeson.
Remake de la comedia francesa del mismo título dirigida en 2003 por Jean-François Pouliot, es una muestra de cómo volver a rodar la misma historia en distinto país o época no es necesariamente malo o muestra de falta de imaginación, sino simplemente una forma de adaptar la misma a otra situación cultural o histórica. Además, en el caso de la comedia, cada país construye su propia variante incluso trabajando sobre las mismas historias. Por ejemplo en esta nueva versión de La gran seducción se respira un saludable aroma de cine clásico que en su primera parte, con su redefinición de la belleza como un punto de orgullo en una ciudad pesquera que inevitablemente tiene mucho de sacrificio, la mitificación del pasado que es homenaje y recuerdo de ese padre que trabajaba 14 horas luchando con el mar. La belleza asociada al sacrificio que conduce al disfrute de los pequeños momentos, recuerda con esa reunión familiar extraída del recuerdo del protagonista el clásico de John Ford como ¡Qué verde era mi valle! La propia fotografía de ese prólogo a la trama principal se ha cuidado para darle un aire romántico e idealizado al recuerdo del niño que se ha convertido en hombre, ajena a la realidad, totalmente idealizada, mitificada… Pero no se preocupen, esa ensoñación idealista es sólo el punto de partida desde el cual la comedia convierte todo ese idealismo mitificador en el motor del protagonista, el pícaro Murray. Las escenas de salida del padre y el resto de los pescadores al mar en la noche es sustituida por el paseo de los habitantes del pueblo hasta la fila del paro, y cierto aire al estilo de Los lunes al sol se deja notar en el verdadero arranque de la fábula que quieren contarnos, que habita en un territorio entre las bromas de la vida rural irlandesa de las películas de John Ford, recordando El hombre tranquilo, pero con la llegada del médico al pueblo, adquiere un tono más cercano a las sátiras de Billy Wilder. A partir de ahí se produce un pulso entre ambas visiones de la comedia que es muy interesante. Por un lado lo que ocurre es que el médico que llega al pueblo no es el mitificado John Wayne de El hombre tranquilo, sino un maltratado Taylor Kitsch que tiene mucho en común con su personaje, visto cómo han ido sus reiterados intentos de encontrarse un hueco en el convulso paisaje hollywoodiense del cine de nuestros días, fracasando reiteradamente en sus intentos de destacar en el blockbuster con John Carter y Battleship o sin llegar a despegar del todo en el resto de sus empeños profesionales. Casi como ese doctor que llega al pueblo para cumplir un castigo de un mes. En otros tiempos y en otro esquema de protagonismo, Kitsch habría sido sustituido por Jack Lemmon y el juego con el pícaro Murray que interpreta Brendan Gleeson nos habría recordado mucho a sus comedias para Wilder con Walter Matthau. El director de este remake con personalidad propia prefiere retener en todo momento el protagonismo de Gleeson, que lucha no por levantar o mantener el pueblo en marcha, sino por recuperar a su mujer, y en eso es suficientemente sutil como para introducir ese tema elegantemente y sin abrumar al espectador subrayándolo, lo mantiene como en un segundo plano, pero es el motor principal del pícaro Murray, la esencia de su liderazgo es esa necesidad sentimental de mantener vivo su matrimonio. Y esa motivación influye en el pulso Ford-Wilder, mantiene el punto de vista del médico, supuesto protagonista, en un segundo plano. Es Murray quien lleva la voz cantante en la historia desde el principio, el antihéroe de la fábula, que bajo su liderazgo y animado por esa motivación emocional, marcado por los sentimientos hacia su esposa que lo humanizan totalmente y hacen que todo el público comparta su misión, se convierte más en un relato épico de comunión y superación, de redención de todo el pueblo que se une para conseguir un objetivo. Así tenemos una visión épica de la vida, aunque sea desde la sátira, y aunque sigue habiendo muchos momentos propios de la manera de entender la comedia de Billy Wilder, como esa secuencia de sexo escuchada por las telefonistas-espías, el pie de atleta y el odio al jazz de uno de los personajes, o el “banquero” como ATM, y otros, la película acaba decantándose por el poema fordiano incorporando la subtrama del no-romance entre la chica del pueblo y el médico, que aún en segundo plano, es un guiño que nos recuerda El hombre tranquilo, pero sobre todo dándonos un desenlace optimista que está lejos de Wilder y sus disparatadas resoluciones de conflictos. Le falta en ese final el cinismo desesperado y atroz de los antihéroes y las fábulas de Wilder, habitadas por perdedores reciclados en héroes imposibles. Murray y sus vecinos son antihéroes fordianos que intentan recuperar la felicidad perdida con un empeño que les devuelve la épica, y finalmente se imponen al médico wilderiano abduciéndolo totalmente.
Y ese duelo de la influencia Ford-Wilder proporciona su vedadero atractivo a esta nueva versión de La gran seducción.
Miguel Juan Payán
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