La invención de Hugo es la primera obra maestra del cine en 3D. Scorsese recupera la magia de los pioneros del cine.
Dirigida por un Martin Scorsese que recobra los mejores recursos de su talento y vuelve a brillar como cineasta a una altura que no le conocíamos en los últimos tiempos, la adaptación del libro de Brian Selznick Hugo Cabret ha sido una de las más gratas sorpresas del año en lo referido a cine. Y no es casualidad que forme pareja con The Artist en la competencia por los Oscar, ya que ambas tienen muchas cosas en común en cuanto a tono, argumento y celebración. Lo que ocurre es que simplemente rinden homenajes a etapas distintas del cine, y eso se refleja en el alma de estas dos producciones condenadas a verse las caras en el próximo reparto de estatuillas de la Academia de Hollywood. Lo que tienen en común es que en las etapas retratadas los protagonistas son los mismos: los juguetes rotos del cine, ya sea por la llegada del sonoro, caso de The Artist, o por el final de la era mítica de juguete tecnológico y maravilla de feria, complemento de trucos de magia, que conocieron los pioneros del cinematógrafo y terminó con la llegada del concepto del cine como industria impuesto por Pathé en el caso de La invención de Hugo, aunque en un permisible alarde arrebato poético de moralina un tanto oportunista, única pega que le veo a la película, Scorsese explique ese final de la era “mágica” e ingenua de los pioneros eligiendo la Primera Guerra Mundial como villano esencial de su historia, en lugar de explicar que el trabajo fundamentalmente artesanal con coloreado a mano y producción lenta de nuevos títulos de Méliès le situó fuera de juego y le complicó la vida frente a la nueva ola de mercaderes y trabajadores del cine que llegaron dispuestos a convertir el juguete en una máquina de producción en cadena. Dicho sea de paso, la Primera Guerra Mundial, que tiene una presencia muy curiosa como trasfondo y origen de algún que otro personaje y situaciones fundamentales en la trama, es un punto en común con otro título reciente de otro cineasta norteamericano destacado en el relevo generacional que se operó en Hollywood en los años setenta. Me refiero a Steven Spielberg y su fordiano viaje a dicho conflicto en War Horse…
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Lo primero que hay que aclarar es que en La invención de Hugo en ningún momento vamos a encontrar una película de acción trepidante al estilo de Harry Potter, vaya eso por delante para que el personal no se despiste y vaya más informado a los cines a ver esta maravilla cinematográfica. Ahora bien, eso no significa que la película no contenga algunas de las escenas visualmente más impresionantes que vamos a ver este año en una pantalla grande. Cuanto más grande mejor, por cierto, porque por primera vez la excelente utilización técnica del cine en tres dimensiones, que ya encontramos en Avatar, está puesta al servicio de una historia, un desarrollo de la trama y unos personajes sólidos, interesantes, que te enganchan desde el principio, y también desde la primera secuencia se comprende por qué Scorsese tenía que rodar esta película en 3D. Al contrario de lo que ocurre en otras muchas producciones que aplican lo tridimensional como mero reclamo para la taquilla o simplemente lo explotan tarde y mal para adornar o disimular una pobre oferta cinematográfica que incluso saldría ganando permaneciendo en el mundo de las dos dimensiones, al que realmente pertenece, el 3D se integra de forma eficaz no sólo como herramienta para meternos de cabeza en el impresionante y mágico mundo de Hugo, sino que además forma parte del propio espíritu del relato que se nos está contando. ¿Cómo? A través de su capacidad para crear magia visual, que vincula el uso de la tridimensionalidad en las mismas claves de fabricación de imágenes y ensoñaciones a través de los dioramas o los troquelados que poblaron la infancia de quienes, por pertenecer a una generación anterior al vídeo casero y los videojuegos, recibimos una dosis de ocio y entretenimiento sin duda más escasa de medios técnicos y financieros, pero me temo que mucho más rica en imaginación y por tanto mucho más eficaz a la hora de potenciar nuestra todavía virginal imaginación infantil.
Los dioramas y los troquelados están íntimamente ligados a la manera en la que el personaje de George Méliès concibe el cine según establece una de las frases más destacadas del diálogo de la película: como una fábrica de sueños. Ese concepto, manido y aplicado de manera torticera y con abundante dosis de sarcasmo incorporado al Hollywood de la era dorada, era mucho más coherente para señalar, sin intenciones de doble sentido o sarcasmo cínico el trabajo de los cineastas pioneros poseídos por todo el entusiasmo de la infancia del cinematógrafo. Con ellos comparten las producciones de Méliès que Scorsese homenajea en un fragmento de su película una serie de cualidades esenciales que posiblemente el avance tecnológico le ha estado robando al cine en los últimos tiempos, empezando por la inocencia, siguiendo con la imaginación y finalizando con la contemplación del cine como magia. Las “películas de trucos” de Méliès que inspiran el alma de La invención de Hugo estaban repletas de una poesía visual que entronca perfectamente con la manera de ver el mundo que predomina en la infancia, tocada esencialmente por la ingenuidad pero también por una imaginación tan desinhibida e incluso diría yo que temeraria como la que exhibe la propia película de Scorsese. Es eso lo que convierte a La invención de Hugo en un soplo de aire fresco en el entorno un tanto estancado en la repetición, lo previsible y el agotamiento de algunos géneros y fórmulas que es el cine de nuestro tiempo: la película es una forma de homenajear y al mismo tiempo reintegrarnos a la infancia del cine, y por ello necesita el 3D como aliado esencial, pero un 3D que no se impone a los verdaderos valores e intereses del gran cine, a las claves esenciales con las que se fabrican los clásicos de la pantalla grande. Muy al contrario: por primera vez desde hace mucho tiempo, el avance tecnológico renuncia al protagonismo casi absoluto y se convierte simplemente, nada más y nada menos, que en una maravillosa herramienta para contar historias.
Lo que ha rodado Scorsese es una historia de aventuras e iniciación que entra más en el terreno de Mark Twain con cierta mezcla que acerca algunos momentos a Charles Dickens. Estos referentes literarios esenciales en La invención de hugo se completan con el inevitable y esencial Julio Verne. Pero cada una de estas fuentes de inspiración, que no por ser literarias lastran de manera alguna la personalidad eminentemente cinematográfica de la película, opera de forma distinta y sobre una sección diferente de La invención de Hugo. El encargado de introducir esos referentes literarios en la historia es el librero al que da vida, en una interpretación breve pero magistral, Christopher Lee.
En los méritos de la película hay que apuntar también la novedad y cambio de registro que supone en la filmografía de su director, el acierto de un reparto que tiene en Ben Kingsley un trabajo interesante, pero además incorpora a un Sacha Baron Coen cuyo papel puede servir como ejemplo de los muchos matices que encierra la película trabajando desde lo sutil y lo elegante. El actor lidia como un maestro con la ambigüedad de su personaje, reclutado al mismo tiempo como amenaza de villano que se expresa por la vía del tópico y homenajea a los malos del cine mudo por un lado y por otro desarrollado brillantemente como recurso cómico (ojo a los diálogos telefónicos, dignos algunos del mismísimo Groucho Marx), llegando además a desdoblarse incluso en antihéroe romántico que recuerda al soldadito de plomo del cuento…
Ese personaje, como digo, es una muestra del amplio arco de propuestas que nos hace Scorsese en esta maravilla que además puede disfrutar público de todas las edades.
Miguel Juan Payán
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