Crítica de la película Saint Maud
Una sólida e intensa intriga con pinceladas de terror inquietantes.
Saint Maud ha sido para mí una sorpresa. Grata sorpresa. Una película que se atreve a jugar contracorriente del género de terror del susto fácil que domina en nuestros días, apuesta más por crear una muy inquietante puesta en escena, maneja con gran habilidad la intriga, mide perfectamente sus tiempos de desarrollo, y trabaja su proposición desde el talento de sus actores, sobre todo de su actriz principal, Morfydd Clark, más que por el efectismo truculento. La actriz es en esta ocasión el mejor recurso para crear inquietud en el público con que cuenta la película. Como debe ser.
El balance final tiene mucho de positivo porque hace regresar al género a sus mejores armas para resultar un espectáculo para público adulto y maduro, en lugar del habitual festival circense de sustos gratuitos y golpes de sonido para provocar el grito.
Y lo curioso del caso es que en su primera secuencia, a modo de prólogo, Saint Maud parece hacerse eco de esta otra manera de entender el terror, si bien rápidamente, deja claro que su rumbo es otro, y en el resto de su desarrollo tira de las claves que han construido algunos clásicos del género. Hay algo en el abordaje argumental de su primera parte que recuerda ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) y Canción de cuna para un cadáver (1964), ambas dirigidas con gran acierto por Robert Aldrich. Pero en su conjunto y pensando en la situación de la protagonista y el tono general de la propuesta, estamos en un territorio más cercano a otro clásico, Repulsión (1965), de Roman Polanski.
La segunda parte avanza hacia un territorio distinto que la lleva a circular por un camino propio donde destaca positivamente su equilibrio entre la intriga y los momentos de terror que sorprenden y crean un premonitorio estado de tensión creciente en el espectador sin por ello perder nunca su identidad como drama sólido sobre la soledad y sus estragos en la mente humana, que es el tema más señalado de su abanico de asuntos.
De hecho, así lo aclara uno de los personajes en su diálogo cuando le dice a la protagonista: “Creo que eres la muchacha más solitaria que he conocido”.
La película juega muy bien sus cartas de atisbos del horror posible que puede estallar en cualquier momento, sacando máximo rendimiento a la alterada percepción de la realidad desde los ojos de su protagonista. El plano que arranca la trama después del prólogo, con el puchero bullendo siembra esa inquietud de las cosas que no son lo que parecen y que va a dominar el resto del metraje de la película.
Al mismo tiempo, las secuencias cotidianas de la vida de la protagonista, en su apartamento claustrofóbico y subterráneo cuyas ventanas están demasiado altas para alcanzar a ver nada, una metáfora hábil del tipo de mirada que tiene la propia protagonista hacia la realidad, o ese callejón que atraviesa la muchacha para ir a su nuevo trabajo cuidando a la estrella de ballet enferma, en el que las paredes del edificio parecen amenazar con aplastarla, o ese camino en el que pasa frente al luminoso local de juegos repleto de festivas luces y colores casi sin advertir su existencia antes de enfrentarse a la empinada y aparentemente interminable escalera hacia arriba que parece ser su propia vida, es toda una definición de la situación no solo vital sino también mental por la que atraviesa la protagonista.
Es en esos detalles y desde la interpretación de la actriz como la película gana puntos manteniendo una poderosa presencia del drama en su propuesta, de manera que esa mirada de existencia alterada que forma parte del drama pueda servir como tapiz en el que dar unas perturbadoras pinceladas de terror que salen reforzadas precisamente de su brevedad y de su capacidad para encajar con la verosimilitud de lo posible, en el drama que se nos cuenta.
Necesitamos más películas de terror adulto como esta.
Miguel Juan Payán
★
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