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jueves, mayo 16, 2024
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Stonehearst Asylum (Eliza Graves) ***

Stonehearst Asylum (Eliza Graves) ***Stonehearst Asylum (Eliza Graves), devuelve el miedo gótico a la cartelera con un excelente reparto.

Para quien esto escribe la principal virtud que exhibe esta película de Brad Anderson, al que se deben algunas de las propuestas más inquietantes del cine de intriga de los últimos años, como Session 9, El maquinista, su mejor trabajo, o Transsiberian, es devolvernos una manera de entender el cine de terror que hunde sus raíces en la literatura del miedo gótico, no sólo por que adapta un relato de Edgar Allan Poe, escritor que todos los aficionados al miedo deberían frecuentar, lo mismo que a H.P. Lovecraft y a Gustavo Adolfo Bécquer, sino porque su manera de narrar visualmente esta historia coincide plenamente con las cualidades eminentemente descriptivas y de intriga que presidían las obras de los grandes maestros del terror cuando el terror vivía más cercano a la fantasía de corte romántico y siniestro, en la cuna de lo realmente gótico, tan mal entendido y aún peor traducido por algunos fenómenos comerciales de nuestro tiempo. Anderson es fiel a su estilo y por eso algunos críticos han tachado esta película de ser demasiado fría, distante, de no darnos esa especie de libra de carne sangrienta que quizá habría satisfecho los paladares de los gourmets del gore y el destripamiento, pero lo cierto es que la manera en que el director traduce en imágenes las palabras de Poe en esta película es perfectamente fiel a su fuente de inspiración literaria y una traducción al cine muy interesante. Anderson se atiene a las claves narrativas de Poe y las convierte en un paseo visual donde las fronteras entre la cordura y la locura se diluyen con un ritmo narrativo cuidadosamente medido como una composición musical de las que interpreta al piano la protagonista-enigma de la rama, a la que da vida Kate Beckinsale. Ese terror en el territorio de la fantasía y el suspense encuentra su traducción visual por el camino de una intriga amenazante  que bebe de los movimientos de cámara descriptivos y envolventes para meternos en el sanatorio mental donde transcurre la historia, digno de las descripciones de ambiente de Poe en sus relatos. Capta así perfectamente el ambiente de amenaza creciente en esos paisajes naturales del bosque por el que anda perdido el protagonista, como sin brújula, camino de un infierno que se nos revela en ese edificio perdido, aislado en la naturaleza, que se nos revela entre la niebla como un gemelo de otra de las grandes creaciones de Poe, la Casa Usher, y en cuyo interior el protagonista encuentra, cual si fuera el abogado Jonathan Harker de la obra maestra vampírica de Bram Stoker, a esa especie de equivalente de Conde Drácula que es el director del manicomio interpretado por Ben Kingsley. La cámara, que trabaja en perfecto equilibrio los planos generales que describen el entorno gótico alternados con los primeros planos, construye el miedo por la vía de la intriga, y no del susto fácil que quizá algunos esperaban, llevándonos de paseo por paseos y estancias que ocultan misterios intelectualmente más estimulantes y sin duda mucho más inquietantes, por posibles y cercanos, que los estallidos de efectismo gratuito, las efusiones de sangre sin cuento y la expropiación forzada de vísceras de sus legítimos propietarios camino del objetivo de la cámara, maniobras a las que son tan adictas las propuesta del cine de terror para adolescentes.




Este otro tipo de propuesta de miedo busca otro tipo de público, quizá más adulto, menos yonqui de las emociones fuertes, más propicio a entrar en la reflexión sobre el puñado de cosas terribles que nos cuenta sobre nuestra sociedad esa ligera y breve pincelada verbal que desgrana Kingsley en su diálogo cuando se pregunta para qué curar a un hombre que se cree un caballo, si éste es más feliz como caballo que como hombre, o cuando explica cómo las clases altas de la época emplean los sanatorios mentales para ocultar, sepultar y olvidar a sus miembros convertidos por uno u otro motivo en parias, etiquetándolos como desviaciones, aberraciones, “locos”. Kingsley concluye ese diálogo afirmando algo terrible, pero inquietantemente cierto: “No hay cura para la condición humana”. Es en esos paseos por el verbo del diálogo, defendido por un reparto excelente donde brilla más la propuesta de otra manera de entender el miedo en el cine que nos hace esta interesante película que navega por el territorio de la intriga más que por un campo de minas de sustos al estilo de las montañas rusas de terror que nos ofrece la cartelera habitualmente.

Desde ese punto de vista, me parece un saludable cambio de aires para el género.

Miguel Juan Payán

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