Crítica de la película Super 8 de de JJ Abrams y Steven Spielberg
¡Valores de producción! ¡Valores de producción! Ese podría ser el grito para definir el último trabajo de J.J. Abrams para la pantalla grande, Super 8, un cuento de hadas que mezcla lo mejor de las estrategias narrativas del cine de los ochenta, con el estilo Spielberg a la cabeza, y al mismo tiempo consigue contarnos una historia realmente muy entretenida, con un envidiable ritmo que nos mantiene pegados a sus intrigas.
Es curioso el tema de cómo la ficción de la película dentro de la película contiene su propia colección de guiños para ponernos en situación, pero también para hacer la crítica pertinente al cine de la era de blockbuster, en el que los “¡Valores de producción!”, esto es, el tren que aparece, consiguen ponerse por encima de la magia de la interpretación de la chica que les ha emocionado a todos. Los “efectos” por encima de la verdad de las interpretaciones. Es ahí, en ese momento, donde encontramos una especie de declaración de principios del director, que entona de ese modo una especie de réquiem por el cine de los setenta y ochenta y la manera en que contaba sus historias sobre los personajes, y no sobre los efectos visuales o la espectacularidad de sus escenas. De hecho conviene reparar en cómo administra las apariciones del monstruo, del mismo modo que lo hizo Spielberg con su tiburón, o Ridley Scott con su alien: la criatura apena se nos desvela al principio, y realmente no la vemos hasta la fase final del relato, el tercer acto. En ningún momento resta protagonismo a los chavales, que son las verdaderas estrella del asunto, ni a las tramas de intriga entre los personajes, que es lo que realmente nos interesa. La historia manda sobre la pirotecnia, las interpretaciones sobre los efectos visuales. Lo dicho: un cine como se hacía en los setenta y los ochenta.
Hay un ejercicio muy interesante de homenaje al cine de los ochenta en general, y a la manera de contar de Spielberg en particular, hasta el punto de que la escena inmediatamente después del accidente del tren, cuando los chavales descubren al profesor y salen huyendo de los militares, está contada exactamente igual, plano por plano, que con el estilo Spielberg, y por supuesto con la misma clave de utilización de la música, lo mismo que en el momento en que el niño busca a su perro, cuelga el aviso en el panel y descubre que todos los perros se han largado… Luego está ese plano general de noche, tras la escena del protagonista en la bañera, mostrando la localidad, que es también Spielberg cien por cien, no ya sólo como director, sino incluso como productor (hay un plano similar sobre la ciudad de Los Angeles en Poltergeist…
Abrams celebra el cine de los ochenta en esta película, no sólo homenajea a las películas que han influido en toda una generación de cineastas, sino que las sigue como un mapa de carreteras para contar su historia, pero no se limita a copiar momentos, a mimetizar el ritmo y los planteamientos visuales de películas como E.T., Poltergeist, Cuenta conmigo, Los Goonies, Gremlins, etcétera, sino que además modifica esas influencias para darles sentido en su propia trama y dentro de su propio estilo. Ese plano estilo Poltergeist le sirve para marcar la amenaza con el avance del monstruo, porque en el cine y la televisión de Abrams siempre nos encontramos una vuelta de tuerca más hacia la oscuridad de los modelos que utiliza de partida, en definitiva de sus influencias. El guiño vale como adorno (por ejemplo el de Corazón de cristal del grupo Blondie sonando en el walkman del chaval de la gasolinera) siempre y cuando además aporte algo a la trama, y en el caso de Super 8 es así con cada uno de sus guiños. Tomemos por ejemplo el papel del padre del chico, un homenaje al sheriff Brodie encarnado por Roy Scheider en Tiburón. Es un guiño, pero al mismo tiempo cumple perfectamente su función en la trama y con ese lado más oscuro que comentaba antes en las series y películas de J.J. Abrams respecto a las fábulas cinematográficas de los ochenta que aquí está homenajeando. La relación entre el padre y el hijo (tema por otra parte recurrente en las películas y series del director), y la intriga que rodea la relación del padre con el padre de la chica, van por ese camino. La incomunicación padre-hijo marca los personajes y la historia. Lástima que al final haya preferido ser fiel del modelo Spielberg y tirar por el camino de lo más ñoño, en lugar de meterle caña a ese lado más oscuro que se insinuaba, pero por otra parte es lógico, incluso coherente con el tono general de la película que haya querido cerrarla con un “momento cien por cien Spielberg”, musiquita incluida. No teman, dura poco y además luego en los títulos de crédito tienen el temita de la Electric Light Orchestra para recuperarse del estallido final almibarado.
Más espectacular aún que el muy currado momento del descarrilamiento del tren es el grupo de jóvenes a través de cuyos ojos vamos desvelando la historia, que aún contando con un final más de cuento de hadas estilo Spielberg que de las sinuosas historias que J.J. Abrams ha venido creando para la televisión en series como Alias, Perdidos, Fringe…, consigue mantenernos en la butaca y hasta hace que el perdonemos el almíbar del desenlace, demasiado dulzón para mi gusto.
Un impecable ejercicio de cine y de memoria de cómo se rodaba el cine que tiene todo el atractivo de ser además un baile con la nostalgia y los guiños y nos trae de nuevo a la cartelera una forma de contar historias que le vendría muy bien recuperar al cine comercial de nuestros días, simplemente porque aventajaba en calidad, coherencia y equilibrio a buena parte de la producción que estamos viendo en la cartelera en los últimos años…
Miguel Juan Payán
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