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miércoles, mayo 8, 2024
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¡Tenemos que apuñalar al César!

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La crítica gratuita y el dedo acusador son más vetustos que la columna de Trajano. Desde tiempos inmemorables ha existido esa tendencia al vituperio sin argumentos de peso, a la desaprobación por consenso y al ponzoñeo de pan y circo.




No hay que echar la vista tan atrás para poder rememorar como un realizador hasta aquel entonces anónimo escribió su propia reseña en la historia del cine con una película que desde su día de estreno quedó grabada para siempre en el imaginario colectivo. Aquel visionario, de exótico nombre y procedencia india consiguió darle el necesitado balón de oxígeno al tan demacrado género de terror y su variante psicológica.

Por aquel entonces, al borde del cambio del milenio, el género terrorífico estaba horriblemente estancado. La saludable recuperación que había obtenido el slasher con el gran divertimento que supuso la trilogía Scream no había conseguido una continuidad de calidad, y volvía a caer en el ostracismo por obra, gracia y culpa de descabelladas aportaciones como Sé lo que hicisteis el último verano o Leyenda Urbana. Era necesario buscar el bote salvavidas a través de otros cauces, y el subgénero de terror psicológico, anteriormente coronado con laureles de la talla de El Resplandor o La Semilla del Diablo podía ser una buen válvula de escape.

Esta posibilidad no se le escapó a M. Night Shyamalan, el cual revitalizó el género y lo cubrió de gloria, consiguiendo un descomunal éxito en taquilla, el beneplácito absoluto de la crítica, seis nominaciones a los Oscar en las categorías principales y una escena y frase en donde un tierno infante confesaba ver fiambres vivitos y coleando. Ya de forma más anecdótica, a nadie se le escapa el hecho de que Shyamalan instauró un nuevo tipo de desenlace, aquel final inesperado y desasosegante que consiste en darle la vuelta de tuerca en el último instante. Desde aquella, miles de filmes repitieron el esquema del final “estilo sexto sentido” bajo la premisa de que nada es lo que parece.

A partir de aquel prometedor inicio, Shyamalan fue diluyéndose a velocidad de vértigo, y si bien El Protegido fue celebrada por la crítica no acabó de despegar en taquilla y el tiempo no ha corrido en su contra. Señales fue quizá el primer aviso de que Shyamalan comenzaba a ser un proxeneta de la industria, pues ya no escondió el afán de hacer caja, y aunque lo consiguió con creces no dejó un buen regusto. La venganza de las audiencias se hizo realidad a través de El Bosque que no contentó a nadie y puso ya en entredicho el buen hacer del director indio. Con La Joven del Agua la situación empeoró todavía más y el fiasco fue todavía más pronunciado, y si bien El Incidente cuajó mejor entre el público, la crítica no hacía más que repetir que la sentencia de muerte artística de Shyamalan era ya una realidad.

 

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No se sabe si con intención de dejar claro que le importaba un pito lo que la crítica especializada dijese de él o por la necesidad de declararse un enfant terrible de la industria, Shyamalan decidió practicar una auténtica lobotomía artística con una adaptación de una serie animada de la yankee Nickelodeon. Semejante proyecto fue ya la excusa perfecta para que recibiera toda la tomatada posible por parte de los resabidillos críticos, que ya dejaron en carne viva y en absoluto entredicho a aquel que otrora había sido alabado por ellos mismos.

En mi faceta de abogado de causas perdidas debo declarar que las acusaciones que la crítica viene haciendo desde hace años a la labor de Shyamalan han sido desorbitadas y desmesuradas. Se le ha acusado de venderse totalmente a la industria, sabiendo que raramente existen realizadores hoy en día que no acaben actuando de mecenas de Hollywood y no reciben vituperio alguno. Volviendo a la primera idea de este texto, con Shyamalan ha existido siempre la tendencia a la masacre cooperativa, bien sea por placer de destrozo o por pura moda. De la misma manera que existe esa adoración excesiva a cualquier producto  perpretado por la archiconocida Pixar (recalco la utilización del término producto en lugar de film, para declarar que Pixar se vende tanto o más que cualquier otra productora animada)  también existe esa tendencia al vilipendio por tendencia y en eso vence como víctima absoluta el director de El Sexto Sentido.

En las ruedas de prensa a tenor del estreno de este Airbender: El último Guerrero, Shyamalan declaró sin tapujos que había aprendido a ignorar la masacre a la que se veía sometido constantemente, y que este film no era fruto de un encargo a regañadientes ni en base a un suculento cheque. El objetivo para el fue divertirse y hacer divertir, conocer los entresijos de realizar un puro blockbuster y contentar a sus hijos, fans de la serie en la que se basa. Más claro, agua de manantial.

El caso es que Airbender no juega a ser un producto de acción inteligente, ni tan siquiera procura una doble lectura ni un análisis de sus posibles entresijos. Airbender es ni más ni menos que una película por y para niños, un entretenimiento sin complejidades que busca contentar y de paso, explotar merchandising y muñecos de Happy Meal. Quizá la clave está ahí: la crítica ha utilizado como arma dilapidadora el hecho de que Airbender es una película completamente vacía, y no han caído en la cuenta de que un film basado en una serie de Nickelodeon  cuyo target no supera los doce años de edad es vacía premeditadamente. Ni más ni menos.

Y por el medio existen unos efectos especiales de quitar el hipo, la consagración de Dev Patel como chavalillo apto para el celuloide (ya declarado en Slumdog Millonaire) una buena traslación del mundo ideado por su creador original y apenas cien minutos de diversión desenfadada. Es placer culpable del que Shyamalan no debería avergonzarse, y aunque los críticos se empeñen en ver aquí la metáfora de la delirante decadencia de un realizador prostituido y vendido, nosotros debemos ser quienes de decidir por nosotros mismos qué hay de verdad en la palabra bíblica de gente que suele pagar con furia sus propios complejos de adolescencia.

Todavía recuerdo la confesión de un chaval de unos veinte años en estado de felicidad embriagadora el cual se pasó al menos una hora declarando por activa y por pasiva una sentencia de orador romano: “La mejor película del año: Airbender”. Y mira, según dicen los borrachos jamás mienten, y por solidaridad no seré yo quien le lleve la contraria. He dicho.

 

 

 

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