Crítica de la película The Babysitter: Killer Queen
Más floja que la primera entrega, aunque su espíritu cafre y cachondo todavía garantiza algunas carcajadas.
En el año 2017 la película The Babysitter de Netflix supuso una agradable sorpresa para los amantes de las comedias de terror. La película de McG sobre una niñera que organiza un ritual satánico en casa del pequeño al que cuida convertía su planteamiento disparatado en un cruce de slasher y cine juvenil ochentero cargado de humor absurdo, gore hiperbólico y toneladas de frikismo. Su final dejaba la puerta abierta a una posible secuela, que tres años después se ha estrenado en la plataforma casi de tapadillo.
La historia vuelve a centrarse en Cole (Judah Lewis), que dos años después de sobrevivir a la secta satánica liderada por Bee (Samara Weaving) debe aguantar el instituto y la presión de sus padres, que intentan ayudarle a superar un trauma que creen que nació de su propia imaginación. En un acto de rebeldía, Cole decide marcharse con su vecina Melanie (Emily Alyn Lind) y unos compañeros de clase a pasar el fin de semana al lago, pero cuando viejos fantasmas del pasado regresan no tendrá más remedio que volver a enfrentarse a las fuerzas del mal. De esta forma, la película continúa mofándose de los tópicos del cine de terror e incluso romántico (el gag visual de la ralentización del mundo alrededor de los tortolitos es un dardo en la diana) y está repleta de acertados guiños cinéfilos y diálogos y muertes todavía más absurdas.
Aunque Killer Queen saca más partido de determinados secundarios que pedían a gritos su espacio en la primera parte, como el padre de Cole (Ken Marino) o el de Melanie (Chris Wylde), y de caras nuevas como la de Phoebe (Jenna Ortega), el grupo de asesinos de la secta es demasiado numeroso en esta ocasión como para sacar partido de sus variopintas personalidades. El personaje de Andrew Bachelor, que se reía continuamente de los clichés de los personajes negros en las películas de terror adolescentes, tiene más cancha para desplegar su verborrea e ironía; mientras que Robbie Amell, Bella Thorne o Hana Mae Lee repiten lo que ya vimos en la original, y la vecina Emily no alcanza el carisma ni la química que Samara Weaving tenía con el protagonista. Esta pandilla de disparatados asesinos continúa funcionando, pero el efecto sorpresa se ha desvanecido en todos los aspectos. La película calca el esquema argumental de la primera parte, con situaciones reiterativas (la escena debajo del coche con la serpiente ya la hemos visto…), y desaprovecha el nuevo escenario del lago. Es demasiado vasto, lo que hace que se pierda la intriga de la primera con ese juego del gato y el ratón que conjugaba mejor el terror y la comedia, y visualmente no resulta tan atractivo ni ofrece tantas posibilidades como la casa del protagonista. McG se ha dejado llevar por el más es mejor, y a la película le acaba sobrando metraje y alguna que otra ida de olla visual a lo Mortal Kombat.
El final, con sorpresa incluida, y la escena postcreditos dejan abierta la posibilidad de una tercera entrega. Esperemos que proponga nuevas situaciones y ahonde aún más en la mitología de la secta si no quiere morir asfixiada por su propia fórmula.
Alejandro Gómez
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