Crítica de la película Un pequeño contratiempo
Resultona comedia romántica con tintes mágicos, firmada por el australiano Josh Lawson
Las películas con saltos en el tiempo, maldiciones destinadas a corregir el rumbo existencial de las potenciales víctimas del hechizo, y amores capaces de soportar cualquier conjuro (por malo que este sea) suelen quedar bien en la pantalla. Sin embargo, desde que Charles Dickens escribió Cuento de Navidad, existe una norma que no es bueno transgredir: hay que definir muy bien los personajes que sufren las consecuencias de una penitencia sobrenatural; en caso contrario, todo el engranaje argumental se derrumba como un castillo de naipes. Algo así es lo que le ocurre a Un pequeño contratiempo.
Con escasa pericia, el cineasta, guionista y actor Josh Lawson centra la atención en un personaje carente de la entidad necesaria, y del que se ofrecen simples pinceladas de su carácter y de los vicios y virtudes que presiden su existencia.
La acción del film arranca con Teddy (Rafe Spall) y Leanne (Zahra Newman): una joven pareja de enamorados, que deciden contraer matrimonio mientras pasean por un cementerio. Allí, Teddy se encuentra con una extraña anciana, que le profetiza algo muy raro. Sin casi pensar en el encuentro, el hombre se casa; pero, al día siguiente del enlace, el tipo se da cuenta de que los años transcurren a la velocidad de unos simples minutos, anulando la deseada convivencia con la mujer a la que ama. Imposibilitado para disfrutar del tiempo como a él le gustaría, el protagonista se angustia al comprobar que actos que ni siquiera sabe que ha cometido son los causantes de la progresiva destrucción de su unión con Leanne.
Josh Lawson, consciente de que los espectadores iban a recurrir constantemente a Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993), mete intencionadamente comentarios sobre el citado clásico moderno, sin darse cuenta de que, aun así, las comparaciones van a ser inevitables. Y lo que se saca en conclusión de semejante ejercicio memorístico es que la película interpretada por el icónico Bill Murray funcionaba –entre otras cosas- porque el rol central no era de cartón piedra, como es el que le ha tocado en suerte al británico Rafe Spall.
Spall somete su caracterización a un proceso de histrionismo in crescendo, para evitar que se noten demasiado las carencias del individuo al que encarna; pero le resulta imposible escapar a la realidad de que la mayoría de los problemas que Leanne achaca a su marido no han sido expuestos convenientemente a lo largo del metraje. Salvo en las consecuencias derivadas de los saltos temporales, en ninguna parte del relato se deja claro que Teddy sea un adicto al trabajo, ni que esté obsesionado por aumentar exponencialmente sus posibilidades monetarias.
Tales sensaciones llevan a concebir a Teddy y Leanne como meras caricaturas de un par de esbozos, en los que tampoco encaja muy bien el componente romántico, que al final da sentido a la evolución de la trama.
Pero hay un problema más preocupante que el de la falta de identidad de los personajes principales del film, y es el cansancio que provoca la acumulación de situaciones disparatadas, generadas por los constantes saltos hacia el futuro. Una técnica que despierta el desconcierto y la pesadez, cuando no está bien tratada artísticamente.
Jesús Martín
★
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