Aprendiz de gigoló, minimalista ejercicio de actores al estilo del teatro de cámara.
John Turturro vuelve a la dirección bien acompañado por un grupo de amiguetes que le bailan el agua y hasta le hacen la ola si es necesario. Eso le permite contar con un Woody Allen que se parodia a sí mismo liberándose de las neurosis de los personajes que interpreta en sus propias películas para dar vida a un pícaro que sus incondicionales deberían disfrutar como alternativa porque realmente plantea lo mucho que tiene todavía que decir, y que podría estar diciendo a base de trabajar con otros directores, este realizador habitualmente tan metido en sus mundos. Para Allen este modesto largometraje con Turturro es un necesario y saludable cambio de aires que le permite crear un nuevo antihéroe urbanita del que nos gustaría conocer más peripecias. Las secuencias con su mujer, su familia, el armario recién comprado, invitan a conocer mejor a ese sinvergüenza. Además Turturro nos propone a una Sharon Stone más seductora e interesante desde la madurez que la muñeca hinchable para desalojo rápido de fluidos de clave adolescente que interpretó en Instinto básico. Impresionante. Liev Schreiber, el protagonista de la serie Ray Donovan, una de las mejores propuestas que nos ha llegado de la televisión norteamericana en los últimos meses, se sube también a ese carrusel de autoparodia de “tipo duro” con su papel de agente de la policía del barrio judío, un romeo enamorado de una Julieta que no parece hacerle mucho caso. Y finalmente la Julieta de la historia, interpretada por Vanessa Paradis, en un papel que reniega de todos los tópicos mientras se zambulle alegremente en los mismos. Entre todos ellos, Turturro es como un jefe de orquesta que mira desde la distancia las vidas de esos curiosos personajes pero tiene también su propia historia que contar con un mínimo de gestos, un mínimo de palabras, tal y como Turturro director narra su película: trabajando desde la economía de medios pero con una fluidez y un ritmo que hacen que este largometraje pase en lo referido a percepción del tiempo por el espectador casi como un cortometraje.
Este ejercicio de actores a caballo entre la comedia romántica agridulce y la sátira social que juega a darle la vuelta al etiquetado de su reparto tiene algunas claves que me han recordado las películas de Jim Jarmusch. La sencillez de la propuesta recupera un cine totalmente desprovisto de artificio que convierte esta película en algo así como el equivalente cinematográfico del teatro de cámara, depurado, sin efectismo, intimista pero sin pedantería, y directo hasta meternos de lleno en su historia. Eso la convierte en una especie de paréntesis que nos permite tomar aire entre el cine más comercial e hipertrofiado de la cartelera. No es un espacio para la reflexión, sino para el sosiego. Una ocasión para disfrutar de un ritmo distinto de contar las cosas en el cine. Además, aún contando con estrellas, les devuelve a estas su identidad como actores podando su naturaleza como iconos del ocio audiovisual.
Pero, ojo: que sea sencilla no significa que sea simple, y su reparto jugando la baza de la simplicidad y muy lejos de su etiqueta como estrellas, bien merece echarle un vistazo. El cine de Turturro como director tiene una clave de poética audiovisual urbanita capaz de meternos de lleno en la trama y mostrarnos una ciudad distinta que también me recuerda, a su estilo y según sus propias maneras, los primeros pasos de la Nouvelle Vague cuando nos mostraba la ciudad de París a pie de calle, desde dentro, desde la mirada callejera y cercana de los protagonistas de sus historias.
Turturro no hace paisajismo gratuito, simplemente nos invita a conocer su barrio
Miguel Juan Payán
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