Hay películas que uno nunca llegará a comprender por qué no terminan de funcionar. Tiene todos los elementos para convertirse en una muy buena o excelente película. Actores, director, técnicos, guionista, historia… Todo sopla a su favor, y sin embargo cuando llega la hora de la verdad, no consigue desplegar todo el potencial que los nombres implicados ofrecían sobre el papel. Como si algo estuviese fuera de lugar. A veces la situación nos deja perplejos y no sabemos por dónde cogerla. En el caso de Brothers no llega hasta ese extremo, porque, una vez vista la película, se sabe bien a quién echarle las culpas. Todo empieza y termina por el guión.
Brothers (Hermanos), es una de esas llamadas películas pequeñas. Un drama humano que, a través de la vida de un puñado de personajes, intenta hacer una reflexión sobre el ser humano, una respuesta honesta a nuestros problemas de hoy día, a quiénes somos y al modo en que nos enfrentamos a lo más oscuro del ser humano. No son dramas que ahonden en aquellas historias llamadas “bigger than life”. Ni tampoco lo pretenden. Y esa ausencia de pretensiones o de ínfulas de grandeza, siempre redunda en su beneficio.
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Contada como dos películas en realidad, que se unen hacia el último tercio de la misma, Brothers nos cuenta la historia de dos hermanos, Gyllenhaal y Maguire, cada uno de ellos más opuesto al otro si cabe. Son Tommy y Sam respectivamente. Tommy es un bala perdida, recién salido de la cárcel, borracho, pendenciero, amargado y despreocupado de la vida y sus consecuencias. Sam es un joven capitán del ejército americano, casado con la que era chica más guapa de su instituto y a la que adora, con dos hijas, buen padre, buen esposo, buen hermano. Pese a todo, ambos hermanos se adoran y se respetan, se quieren y lo dan todo el uno por el otro. El padre de ambos, Hank, parece despreciar a Tommy y le reprocha continuamente que no sea un poco más como Sam. Y aunque sólo esta historia ya daba pie a una película por sí misma, Brothers empieza su verdadera trama cuando Sam desaparece en combate en Afganistán y es dado por muerto. La reacción en cadena que causa su muerte aparente y su regreso son el auténtico núcleo de la cinta. Cómo lidian los demás con su desaparición y como intentan seguir adelante y mejorar. Como se enfrenta él a su miseria y sus demonios.
Jim Sheridan es un director experto en estas lides. En esos dramas que tienen como telón de fondo la violencia entre los hombres, los horrores a los que nos sometemos nosotros mismos y sus consecuencias. Desde En El Nombre del Padre a The Boxer, pasando por Get Rich or Die Tryin’, todas ellas son películas que tienen como escenario historias de violencia soterrada, de tortura incluso. Pero esta vez la mano del director no se ve tanto como debería. No es que Sheridan estropee la película, pero no hace nada por mejorarla. Se dedica a estar, y punto. A ser un nombre conocido en la silla de director, pero no logra alcanzar, ni parece intentarlo, el nivel de calidad de algunas de sus películas anteriores. Para un director que se prodiga tan poco a la hora de rodar películas, esperaba más implicación en la misma.
Muy distinto es el caso del reparto. Los actores están soberbios en casi todo el metraje. Desde la transformación física y psicológica de Tobey Maguire a lo largo de la película (aunque tiene algunos momentos de exceso, por otro lado perfectamente comprensibles), a Jake Gyllenhaal y la sutileza con la que se acerca al personaje. Sus escenas y enfrentamientos con Sam Shepard consiguen algunos de los momentos más brillantes de la película (ojo a los cruces de miradas contenidas entre ambos cada vez que discuten). Sin olvidarnos nunca de Natalie Portman, la mejor actriz de su generación, capaz de levantar casi cualquier papel, incluyendo el de amante esposa que sufre y se enfrenta a la soledad, al miedo, al dolor… La película deja algo desvalidos a los personajes femeninos de la historia, que no tienen mucha tela que cortar, y sin embargo Portman lo saca todo adelante con una brillantez y solvencia que asustan.
El problema de Brothers, como decíamos al principio, no está en sus actores ni en su director. Sino que se encuentra en el guión de David Benioff. Se trata éste de un escritor curioso, que da lo mejor de sí en proyectos como éste (Cometas en el Cielo, La Última Noche, Tránsito) pero que cuando lidia con grandes producciones (Troya, X-Men 3) no termina de cuajar. Aquí hace un decente trabajo, pero termina perdiendo de vista la meta demasiadas veces. La historia divaga, se pierde, cae en tópicos que hemos visto una y mil veces. Nadie puede sorprenderse por cómo acaba la historia por que así nos lo plantea desde el inicio. La relación entre Gyllehall y Portman clama a los cielos del tópico de telefilm, incluso en su resolución. O la de Gyllenhaal de nuevo y Shepard, o la de los hermanos del título. Carece de chispa, de inventiva, de fuerza en el drama, aunque la cotidianidad se le dé de lujo, como la escena de la reforma en la cocina o algunas cenas familiares. Pero termina divagando. Como si necesitase de otra película para contar todo lo que quiere, o de una miniserie televisiva. Hay historias que terminan antes de empezar, personajes desaprovechados que desaparecen (todos ellos femeninos, como la enfermera). La sensación de la pérdida de Sam nunca parece ser real, y el cambio en su último tramo sólo acentúa ese problema.
El resultado final no es una mala, mediocre o regular película. Es un sólido drama sobre la pérdida, el dolor y la desesperanza o la búsqueda de esperanza. Una película sobre los lazos de sangre, sobre nosotros mismos. Pero con esos mimbres, podía haber dado más de sí la cosa.
Jesús Usero