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jueves, febrero 2, 2023
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Canciones de vida: Los niƱos del coro

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Canciones de vida: Los niƱos del coro

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A veces sorprende con qué facilidad te puedes llegar a identificar con aquello que una película narra, con todo aquello que quiere contarte mientras te atrapa entre fotogramas que buscan como fin último el empatizar contigo. Lo mismo ocurre con las canciones, y ya en un menor número de ocasiones, con ambas por igual, unidas de la mano, emanando una belleza tan sugestiva que te atrapa sin remisión.

Los chicos del coro llegó en una época de mi vida coetÔnea a la que se refleja en la película y muy poco proclive a la búsqueda de analogías y metÔforas con afÔn de psicoanÔlisis. Os hablo de la adolescencia, con sus consabidos claroscuros, y que cada uno vive a su manera, recordÔndola de forma tan íntima que muy pocos son los que después deciden rescatarla del baúl de los recuerdos. Puede sonar injusto, pues esta etapa es quizÔs la mÔs frenética y palpitante, en la que te defines a ti mismo, comienzas a buscar ideales que te describan y experiencias y personas que te cambien la vida.

Pero no todos vivimos la pubertad con la misma placidez y sosiego. Existen aquellos que buscan demasiadas respuestas, quizƔs a destiempo y que intentan ir un paso por delante cuando lo mƔs importante es navegar firme y seguro en tu travesƭa. En ese momento hay gente que busca comprenderte, y otra que achaca tu turbiedad manifiesta a que simplemente te hallas en esa Ʃpoca pueril y cretina que hay que pasar cuanto antes, como si de un mero trƔmite se tratara.

Mi profesora de música en el instituto pareció situarse en primer término en el segundo bando. Con ello, dado que mi adolescencia estaba siendo mÔs enrevesada de lo que debiera, ambos colisionamos irremediablemente. Ella no me entendía, yo tampoco a ella, por lo tanto el feedback era nulo e inexistente. La situación se tornó tan complicada que negociamos no tener que asistir a sus clases y que estudiara de forma autodidacta. No había absoluto problema en ello, puesto que yo llevaba desde los ocho años en el conservatorio, pero aún así me negué. Como resultado a mi rebeldía y terquedad, aquel curso me dediqué a limpiar la clase, escoba en ristre, mientras el resto solfeaba.

Ese mismo año, la profesora finalizó las clases con el visionado de Los niños del coro. Todos asistimos maravillados ante aquella fÔbula infantil tan encantadora, sencilla y sincera que nos cautivó absolutamente, incluso a mí, que acepté la oferta sin rechistar y disfruté con aquellos niños cantores que desempeñaban entre solfamidos una metodología zipizapera al igual que yo, tan preocupado  en boicotearle la diversión a la pobre mujer.

Las vacaciones y el descanso llegaron, y la época estival trajo consigo un golpe de efecto que provocó que todo cambiara. Así, el curso comenzó de nuevo, pero no bajo las mismas condiciones que había finalizado. Ella y yo volvimos a encontrarnos, y decidimos darnos una oportunidad. El leitmotiv para la reconciliación fue precisamente Vois sur ton chemin, canción insignia de la película y que ella decidió preparar para ser cantada en la clase.

Fue entonces cuando las analogías comenzaron a cobrar vida: todos vivimos en nuestras carnes esa escena en la que Clément Mathieu iba seleccionando las voces para la obra. Yo, enfant terrible, me porté como todo un Pierre Morhange y me negué  a participar en primera instancia. Sin embargo, fue precisamente esa canción, al igual que en la película, la que consiguió reconciliarme con aquella resignada señora con la que había malgastado gran parte de mi tiempo en llevarme mal.

La situación cambió de tal manera, que acabĆ© echando mano de mi profesor de piano en el conservatorio para que me enseƱara cómo tocarla. En aquel momento no era consciente de que aquella canción estaba ejerciendo la función de instrumento de reconciliación, ayudĆ”ndonos a tender las manos a travĆ©s de pentagramas con marcado carĆ”cterĀ  melancólico. Recuerdo tardes y tardes con el piano, con el clarinete y con aquella partitura sonando sin parar en mis manos. TambiĆ©n clases enteras dĆ”ndole vueltas a una partitura en un francĆ©s tan armónico como nostĆ”lgico y taciturno. Y recuerdo eses dichosos ā€œvieā€ que habĆ­a que pronunciar mal aposta para que asĆ­ la canción rimara.

Pero sobre todo jamĆ”s olvidarĆ© aquel descanso, en el que ella me llamó para hablar. Se sentó a mi lado, me miró a los ojos y me dijo que algo en mĆ­ habĆ­a cambiado. Nadie sino Ćŗnicamente yo sabĆ­a a quĆ© se referĆ­a, y si bien quizĆ” ella no lo supiera a ciencia cierta, llevaba razón. DecidĆ­ responderle con un abrazo, quizĆ” el abrazo mĆ”s conciliador de cuantos he ofertado. En aquel momento, pensĆ© para mĆ­ mismo aquella frase de Neruda que decĆ­a ā€œnosotros, los de entonces, ya no somos los mismosā€. Y es que, al igual que aquellos traviesos niƱos de Le fond de l’étang, yo tambiĆ©n habĆ­a crecido.

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