A veces sorprende con qué facilidad te puedes llegar a identificar con aquello que una película narra, con todo aquello que quiere contarte mientras te atrapa entre fotogramas que buscan como fin último el empatizar contigo. Lo mismo ocurre con las canciones, y ya en un menor número de ocasiones, con ambas por igual, unidas de la mano, emanando una belleza tan sugestiva que te atrapa sin remisión.
Los chicos del coro llegó en una época de mi vida coetánea a la que se refleja en la película y muy poco proclive a la búsqueda de analogías y metáforas con afán de psicoanálisis. Os hablo de la adolescencia, con sus consabidos claroscuros, y que cada uno vive a su manera, recordándola de forma tan íntima que muy pocos son los que después deciden rescatarla del baúl de los recuerdos. Puede sonar injusto, pues esta etapa es quizás la más frenética y palpitante, en la que te defines a ti mismo, comienzas a buscar ideales que te describan y experiencias y personas que te cambien la vida.
Pero no todos vivimos la pubertad con la misma placidez y sosiego. Existen aquellos que buscan demasiadas respuestas, quizás a destiempo y que intentan ir un paso por delante cuando lo más importante es navegar firme y seguro en tu travesía. En ese momento hay gente que busca comprenderte, y otra que achaca tu turbiedad manifiesta a que simplemente te hallas en esa época pueril y cretina que hay que pasar cuanto antes, como si de un mero trámite se tratara.
Mi profesora de música en el instituto pareció situarse en primer término en el segundo bando. Con ello, dado que mi adolescencia estaba siendo más enrevesada de lo que debiera, ambos colisionamos irremediablemente. Ella no me entendía, yo tampoco a ella, por lo tanto el feedback era nulo e inexistente. La situación se tornó tan complicada que negociamos no tener que asistir a sus clases y que estudiara de forma autodidacta. No había absoluto problema en ello, puesto que yo llevaba desde los ocho años en el conservatorio, pero aún así me negué. Como resultado a mi rebeldía y terquedad, aquel curso me dediqué a limpiar la clase, escoba en ristre, mientras el resto solfeaba.
Ese mismo año, la profesora finalizó las clases con el visionado de Los niños del coro. Todos asistimos maravillados ante aquella fábula infantil tan encantadora, sencilla y sincera que nos cautivó absolutamente, incluso a mí, que acepté la oferta sin rechistar y disfruté con aquellos niños cantores que desempeñaban entre solfamidos una metodología zipizapera al igual que yo, tan preocupado en boicotearle la diversión a la pobre mujer.
Las vacaciones y el descanso llegaron, y la época estival trajo consigo un golpe de efecto que provocó que todo cambiara. Así, el curso comenzó de nuevo, pero no bajo las mismas condiciones que había finalizado. Ella y yo volvimos a encontrarnos, y decidimos darnos una oportunidad. El leitmotiv para la reconciliación fue precisamente Vois sur ton chemin, canción insignia de la película y que ella decidió preparar para ser cantada en la clase.
Fue entonces cuando las analogías comenzaron a cobrar vida: todos vivimos en nuestras carnes esa escena en la que Clément Mathieu iba seleccionando las voces para la obra. Yo, enfant terrible, me porté como todo un Pierre Morhange y me negué a participar en primera instancia. Sin embargo, fue precisamente esa canción, al igual que en la película, la que consiguió reconciliarme con aquella resignada señora con la que había malgastado gran parte de mi tiempo en llevarme mal.
La situación cambió de tal manera, que acabé echando mano de mi profesor de piano en el conservatorio para que me enseñara cómo tocarla. En aquel momento no era consciente de que aquella canción estaba ejerciendo la función de instrumento de reconciliación, ayudándonos a tender las manos a través de pentagramas con marcado carácter melancólico. Recuerdo tardes y tardes con el piano, con el clarinete y con aquella partitura sonando sin parar en mis manos. También clases enteras dándole vueltas a una partitura en un francés tan armónico como nostálgico y taciturno. Y recuerdo eses dichosos “vie” que había que pronunciar mal aposta para que así la canción rimara.
Pero sobre todo jamás olvidaré aquel descanso, en el que ella me llamó para hablar. Se sentó a mi lado, me miró a los ojos y me dijo que algo en mí había cambiado. Nadie sino únicamente yo sabía a qué se refería, y si bien quizá ella no lo supiera a ciencia cierta, llevaba razón. Decidí responderle con un abrazo, quizá el abrazo más conciliador de cuantos he ofertado. En aquel momento, pensé para mí mismo aquella frase de Neruda que decía “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Y es que, al igual que aquellos traviesos niños de Le fond de l’étang, yo también había crecido.
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