Con más de amargo relato que de comedia, Cinco metros Cuadrados es la perfecta película de nuestros tiempos. Y más cuando nos encontramos en medio de un proceso electoral en el que todos y cada uno de los políticos vendrán a vendernos la moto de que tienen la clave para acabar con la crisis y volver a poner viento en popa la economía española, dejando a un lado amarguras y estrecheces del pasado. Por eso está tan de actualidad esta magnífica obra que nos llega a la cartelera para poner de manifiesto que por mucha moto que nos vendan no hay mucha luz al final del túnel.
También es verdad que durante toda la proyección no podía quitarme de la cabeza El Pisito, aquella obra maestra olvidada por muchos que nos contaba lo duro que era para una joven pareja tener su propio hogar. Y resulta que 50 años más tarde seguimos en las mismas. Las condiciones de vida han cambiado, pero poder tener tu propio hogar sigue siendo, en los tiempos que corren, casi tan difícil como a finales de los 50. Ahora la burbuja inmobiliaria, las chapuzas económicas y demás nos han llevado hasta lugares insospechados, lo que hermana está película con aquella obra maestra guionizada por uno de los más grandes guionistas de nuestro cine, Rafael Azcona.
Por eso en cada imagen de Cinco Metros Cuadrados, en muchas de sus líneas de diálogo, la sombra de Azcona, de sus personajes y sus miserias, planea con elegancia y con soltura. Con cariño de alguien que ha recuperado un tipo de historias muchas veces incómodas, pero necesarias. Algo a lo que está muy acostumbrado por ejemplo Alex de la Iglesia, que promete dar más vida al género con su próxima película La Chispa de la Vida, y que ya nos ha brindado varias obras geniales en esa clave. Manejando el esperpento, los personajes y situaciones grotescas, la vida de la gente común atravesada por situaciones que nada de común tienen o quizá sí, pero que no deberían tenerlo.
En este caso, la película de Max Lemcke nos trae la historia de una pareja que quiere casarse y anda haciendo planes de boda, con deudas por todas partes porque casarse no es precisamente barato (la charla en la furgoneta sobre hacer la boda en un Burger King es simplemente brillante), pero que al menos tiene su piso comprado y paga religiosamente su hipoteca mientras lo construyen. Una casa amplia, con vistas al mar, perfecta para ellos. Cuando la obra se cancele y queden sin piso y sin dinero, empezarán los problemas de la pareja, pero sobre todo el calvario personal de un hombre dispuesto a llevar a las últimas consecuencias su decisión de no rendirse. Aunque el resto lo vea como un loco o un bobo.
No cuesta mucho sentirse identificado con ese personaje que no sabe qué hacer, que es un hombre gris, sencillo, humilde, que se ve arrastrado por las circunstancias y acaba perdiendo casi todo. Ese hombre que se encuentra sin un hogar, atacado por la familia, ignorado por los amigos, burlado por los constructores, políticos y golfos que rodean un negocio en el que si hay que palmar, siempre palman los mismos. Quien haya vivido una situación similar (y quien más y quien menos o lo ha hecho o lo ha visto), ve en el personaje un compañero de fatigas.
Y si algo brilla en la película con especial fuerza es la interpretación de un Fernando Tejero con una interpretación magistral, candidato al Goya desde ya, mezcla de ternura y rabia, de vergüenza e incomprensión, de tristeza infinita y determinación. En sus miradas clava el actor, con un cariño infinito por su personaje, una de esas interpretaciones que se te graban por mucho tiempo. Y de las más complicadas que existen. No hace de loco, ni de enfermo, ni de minusválido, ni de ser extraordinario. Hace de persona normal. De un españolito más de infantería. Quizá el papel más complicado, como siempre he dicho.
No está solo, por supuesto. Malena Alterio como su pareja que poco a poco pierde la fe y la esperanza, Jorge Bosch o Emilio Gutiérrez Caba como el villano de la función, el constructor, son actores que hacen suyo el personaje sin despeinarse, sobre todo este último ante el peor tratado por el guión, quizá demasiado lleno de tópicos a la hora de enseñarnos al malo de la película. Pero todos ellos conforman un reparto de lujo.
Algo tendrá que ver el excelente guión de Pablo y Daniel Remón, lleno de angustia, sátira, cinismo y mala baba, que tiene sus gotas de humor pero que nunca exagera el chiste, lo funde en el ambiente como algo natural. En lugar de tirar por la comedia fácil y ligera se dedican al humor natural dentro de una historia trágica y honesta, para no restarle peso a lo que le sucede a sus personajes que maldita sea la gracia que tiene.
Por supuesto la mano de Max Lemncke se nota en todo el metraje con una puesta en escena y una narración que elude espacios comunes (ojo a la planificación del desenlace con la subida por las escaleras, o a las charlas entre personajes, siempre buscando un nuevo punto de vista). Magnífico y nada fácil trabajo el suyo, cuando en una película como ésta es tan fácil dormirse en los laureles de un gran guión y un soberbio reparto.
Quizá a la película se le va un poco la mano con el constructor y nunca nos habla de políticos y similares, imprescindibles en este tipo de sátira. Pero tampoco le hace demasiada falta. Cinco Metros Cuadrados tiene muy claro su objetivo, que es el de entretener con una historia sencilla, ácida, amarga y valiente. Muy valiente, con uno de esos finales con agallas que tanta falta hacen, lejos del conformismo o de lo políticamente correcto. Una película con vitriolo y con muchas sombras, que son las del mundo en que vivimos.
Y que podían haber firmado perfectamente Azcona y Berlanga. No se me ocurre mejor piropo que decirle.
Jesús Usero
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