Al despuntar el alba, los ángeles daban prisa a Lot diciéndole: “Levántate, toma contigo a tu mujer y a tus dos hijas que se encuentran aquí. De otro modo perecerás en el castigo de la ciudad”.
Génesis, 19.15
El estreno de 2012 ha traído de vuelta a la cartelera el mensaje tirando a tremebundo, fatalista y moralista del cine de catástrofes adornado con sus mejores galas de espectacularidad visual y estrechamente relacionado con las distintas fábulas, leyendas y textos religiosos que aluden a un pasado apocalíptico en una humanidad que parece incapaz de complacer a sus dioses sea cual sea la religión que se profese.
Nos reencontramos así en la película de Roland Emmerich con los tradicionales ecos del Antiguo Testamento (la cita que encabeza este texto bien podría valer para describir la situación en la que se encuentra el personaje interpretado por John Cusack en la película) que suelen servirse como aderezo del plato fuerte del catastrofismo y nos llegan nuevamente asociada al argumento de rebelión de la naturaleza que presidió el cine de los años 70 en su variada gama de terrores, horrores y furores tanto en el campo del cine de escalofrío como en el del menos tenebroso cine de aventuras.
A esa mezcla de ambos pertenecía por ejemplo Tiburón, donde Spielberg alternó la claves de las películas de asesino en serie (éste con aletas y doble dentadura para morderte mejor) con las del género de aventuras pergeñado la sombra de la genial Moby Dick, materializándose la naturaleza vengativa en la figura del escualo que sembró el terror en las carteleras de todo el mundo.
No es casualidad que en esa misma década se llevaran también a la pantalla en unas producciones más modestas dos premonitorias novelas del maestro de la ciencia ficción H. G. Wells, El alimento de los dioses y La isla del doctor Moreau, que fabulaban sobre los riesgos de la manipulación genética contra la que la naturaleza también acaba revelándose, ni que de repente la cartelera se llenara de tifones, tornados, terremotos y otras calamidades nacidas a la sombra de las catástrofes imaginadas por Irwin Allen y más concretamente al amor de la fogata de éxito que alimentaron los millones de entradas vendidas por La aventura del Poseidón y El coloso en llamas, del mismo modo que bajo el paraguas del taquillaza de Tiburón llegaron a las pantallas desde pirañas asesinas hasta pulpos gigantes, Orcas vengativas que en nada se parecían a la de Liberad a Willy e incluso una nueva versión del gigantesco gorila King Kong al que Jessica Lange despertó tal ataque de cuernos que volvió a destruir Nueva York, pero dejando de lado el Empire State para poner posar las plantas de sus pies en las Torres Gemelas.
La naturaleza estaba muy mosqueada en el cine, y los símbolos eran sus principales víctimas entonces como hoy vuelven a serlo en 2012. Cuando hace dos días asistí al visionado de la película de Emmerich y volví a contemplar la ya casi habitual y tradicional ceremonia de los símbolos materiales de carácter religioso, político o cultural que caracterizan nuestra especie a modo de exorcismo de purificación de la misma partiendo de cero, y volví a ver el Vaticano destruido, la imagen del gigantesco Cristo brasileño demolida, etcétera, pensé en por qué se repiten tanto esas secuencias de demolición de la materialización de los símbolos en el cine de catástrofes y si será que nos quieren decir algo más concreto, como por ejemplo que aquello en lo que creemos no es más que superstición, o bien que inevitablemente hemos traicionado nuestras propias creencias tantas veces que todos esos símbolos han perdido su valor y caen por tanto como gigantes con pies de barro ante nuestros ojos.
Y llegué a una conclusión a título personal, tan personal que no me ha parecido oportuno incorporarla a la crítica que he publicado en esta misma página web sobre 2012 y he preferido traerla a este blog para que cada cual reflexione sobre ello como mejor le parezca: que realmente malos creyentes en lo que sea seríamos si aquello en lo que creemos se basara en esos símbolos materiales de efímera existencia.
Y también que en un mundo tan materialista como el nuestro puede ser saludable contemplar la demolición de todos esos símbolos aunque sólo sea como terapia para curarnos del espanto de creernos perfectos.
O dicho de otro modo, que el subtexto de corte moral y/o religioso que contienen todas estas fábulas cinematográficas de catástrofes tiene mucha miga y merece la pena darle otra vuelta o reflexión más allá de lo que puedan entretenernos las secuencias de fin del mundo tal y como lo conocemos.
Igual, como escuché decir el otro día a John Cusack en una entrevista, todo este asunto de la profecía del calendario maya y el año 2012 como fecha de caducidad nos está hablando más de un necesario y urgente cambio de rumbo en lo espiritual, más que de un monumental mosqueo de la naturaleza a gran escala.
Aunque, claro, luego me puse a charlar con mi hermano y el colega se me puso en plan milenarista/pesimista/soyleyenda y me recordó las fundadas sospechas científicas de que una llamarada solar nos podría dejar a oscuras, esto es, sin electricidad en todo el planeta, devolviéndonos a la Edad Media, y empecé a pensar en qué leches iba yo a hacer con todos los VHS y DVD que tengo repartidos por toda la payáncueva y la mitad de mi casa. Porque con los libros y en un apretón de frío sin luz todavía puedo hacerme una fogatita acogedora, pero como no utilice los DVD para espantar palomas no les veo otra función.
Como efecto colateral se me quedó cara de gilipollas por acumular tanta cosa y me entraron unas ganas locas de ponerme a ver películas de tres en tres…