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jueves, diciembre 5, 2024
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Crítica de la película Ágora dirigida por Alejandro Amenábar


Crítica de la película Ágora

Alejandro Amenábar ha puesto a prueba en Ágora su talento y la solidez de sus planteamientos visuales con un reto que sin duda establece un récord en el cine español dada la envergadura del proyecto. Y ha conseguido salir del tema con bastante solvencia como cineasta, recuperando tal y como se había propuesto la magia del cine épico “de romanos”, “de espada y sandalias”, “peplum”, que en títulos que el propio director cita como referencias para su trabajo (Cleopatra, Quo Vadis?, Ben-Hur, Espartaco) era capaz de trasladarnos a cualquier lugar del mundo y del pasado. Su película consigue en conjunto resultados que superan claramente los de otros cineastas contemporáneos (pienso sobre todo en el Alejandro Magno de Oliver Stone), pero además pone de manifiesto la capacidad de Amenábar para pisar firme y tener las cosas muy claras en cuanto a la manera clásica con la que ha decidido narrar sus historias.

Ágora es sobre todo un ejercicio de autoridad creativa, algo a lo que el director nos tiene acostumbrados desde que estrenó Tesis. Más que nunca vemos y disfrutamos a un Amenábar en pleno estado de forma que parece hacer fácil lo difícil, que se niega a quedar encasillado en género o cinematografía alguna, que ataca los temas que elige como argumentos con la misma pasión y decisión que aplica su Hipatia de Alejandría a la investigación del movimiento de los astros. Y que tiene muy en cuenta al público como interlocutor para su trabajo. De ahí que no haya dudado en cortar quince minutos de la copia que se exhibió en Cannes para proporcionar mayor ritmo a Ágora y hacerla más cercana al espectador medio actual en un ejercicio de madurez que podría convertirse en la puerta de entrada de su filmografía a una nueva fase. Entre otras cosas, Ágora se me antoja como un punto y a parte en la carrera de Amenábar, el capítulo final de una especie de primera fase de su viaje creativo desde el despegue con Tesis bajo la influencia de las claves del cine de suspense de Alfred Hitchcock hasta el deslumbrante espectáculo paisajístico y humano de las obras épicas dirigidas por David Lean. Porque, sin ánimo de exagerar y salvando todas las distancias que el lector crea menester salvar, yo a Ágora la veo más cercana al pulso y el alma de los trabajos de David Lean que a las películas de romanos a la italiana, el peplum propiamente dicho, al que Amenábar se ha referido en alguna ocasión para explicar este proyecto antes de que la película llegara a la cartelera.

Buena prueba de la riqueza de propuestas que encierra la película es que nos permite hacer estas y otras reflexiones, tanto en el campo de lo puramente cinematográfico como de lo ético, lo político o lo histórico.

En su planificación y su manera de rodar Amenábar se ha mostrado más clásico que transgresor (al contrario, por ejemplo, que Julie Taymor en Titus, otra película cuyo visionado recomiendo pero que como propuesta se encuentra claramente en las antípodas de la de aquí comento). Pero ello no significa que renuncie al atrevimiento y la osadía. De hecho, se ha atrevido a recrear con la mayor verosimilitud posible la Alejandría del siglo IV sin que ello perjudique en modo alguno la creación y solvencia de los personajes, y no permite que el espectáculo visual devore a la historia y a los actores. Y eso, tal como está el cine de hoy en día, es toda una osada apuesta por el fondo sobre la forma. En épocas de caos y desorientación como las que vive el cine comercial de nuestros días, lo más revolucionario puede ser ejercer y mantenerse fiel a los recursos de cine clásico.

Uno de los aciertos de Ágora radica precisamente en su capacidad y solvencia para establecer una enriquecedora (y actualmente muy poco habitual) sinergia entre el escenario épico y los personajes que lo habitan. Amenábar consigue mantener con buen pulso el duelo entre los momentos intimistas y los fragmentos más épicos, ayudado por un reparto en el que inevitablemente hay que destacar la forma en la que Rachel Weisz le ayuda a construir su versión idealizada de Hipatia.

La pega que se le puede poner a la película está en lo referido al contenido argumental del relato y sobre todo en el reparto de bondades y maldades entre sus principales personajes. Ahí el director se desmelena un tanto, pierde objetividad y cae en una satanización de los cristianos ataviándolos incluso cromáticamente de manera bastante obvia. Quizá en un intento de Amenábar de jugar a contracorriente frente a las historias de la antigüedad del peplum más tradicional, donde siempre ejerció un papel de mártir heroico y ejemplificador de virtudes para el espectador, el cristianismo se convierte aquí en el gran villano de la película. Es un ejercicio de generalización que resta profundidad y equilibrio a su reflexión sobre la intolerancia. Pero incluso considerando esa actitud un tanto maniquea que convierte a los parabolanos en unos villanos de libro, por otra parte invocados no tanto como representación del cristianismo actual sino más bien en calidad de predecesores icónicos de los fundamentalistas intolerantes de nuestros días (según el propio director me confirmó en la entrevista publicada en el último número de la revista Acción), Ágora consigue ser una película suficientemente rica como para que cada cual pueda llegar a sus propias interpretaciones y conclusiones partiendo de sus imágenes.

Me explico.

El director me comentó que los planos desde el espacio eran su particular forma de invocar la inevitable existencia de extraterrestres. Pero yo, que soy cristiano (y precisamente por ello me resulta imposible identificarme con los cristianos de la película, en los que no encuentro huella alguna de las enseñanzas de Cristo), no puedo evitar ver ahí la mirada de Dios.

No voy a tener la osadía de afirmar que eso significa una fisura en la declaración de ateísmo de Alejandro Amenábar, pero al pensar en esos planos que miran a los hombres desde una instancia superior y con lo que sospecho es un estupor en el que cabe también cierto grado de complicidad y empatía, siempre acabo repasando todas las implicaciones de aquella célebre frase atribuida a otro gran cineasta, Luis Buñuel, que se decía “ateo, gracias a Dios”.

Miguel Juan Payán



Miguel Juan Payán
Profesor de Historia del cine, Géneros cinematográficos y Literatura dramática

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