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Critica Saltburn película escrita, dirigida y coproducida por Emerald Fennell con Barry Keoghan, Jacob Elordi
La directora de Una joven prometedora regresa a la provocación en serie con una vuelta de tuerca de depredación psico-sexual a Mr. Ripley
De qué va Saltburn
Oliver Quick (Barry Keoghan), un estudiante becado en Oxford que debe arreglárselas para aprovechar la oportunidad obtenida, conoce a un encantador y joven aristócrata (Jacob Elordi) que le descubrirá lo diferente que se ve la vida desde su posición social cuando entablen amistad en el campus y mas tarde le arrastre a pasar un verano inolvidable en su finca familiar: Saltburn
Crítica Saltburn
No me cabe duda de que un letrero con la máxima “La letra con sangre entra” debe colgar del salón de Emerald Fennell. La directora y guionista considera que eso de la sutileza no tiene cabida a la hora de hacer una crítica, como dejó muy claro en ese martillo neumático (disfuncional y torpe, eso sí) que era su debut tras la cámara, Una Joven prometedora (2020), y lo reafirma, recuperando y multiplicando la festividad, en esta genial Saltburn estrenada directamente en Amazon Prime. Si en aquella enfundaba con un disfraz de despiporre pop la inquina contra todo un género masculino al que le faltaba media cerveza o un mal día para convertirse en violadores activos, ahora le toca lo suyo a la aristocracia británica, esa que se mueve en la anacronía social del parque de atracciones perpetuo sin percatarse de que en realidad pertenecen a un zoo de especies en vía de extinción a contemplar desde la barrera de seguridad.
Todo en Saltburn está salpicado de ese espíritu juerguista y juguetón ya desde su genial elección de la tipografía, a medio camino entre el gótico y el graffiti, o la decisión de tomarse a sí misma por un ejercicio estético enmarcado en 1:33:1 donde la paleta de colores, iconografía de cornamenta y composición del plano guiñan el ojo al tapiz de anticuario y al retrato de castillo de campiña. Y aunque sus soberbios primeros 40 minutos busquen aproximarse al bagaje visual del cine bretón de James Ivory, como en Maurice (1987), o Anthony Minghella, en realidad esto pertenece mas a la presentación de la propia caricatura que se va a hacer a partir de la depredación clasista marcada en obras como El talento de Mr. Ripley y autoras como Patricia Highsmith, desplegando los colmillos en cuanto abrimos las gigantescas puertas de ese Saltburn para que se nos lance a la cara un, por momentos brillante, repertorio de mala uva y escatalogía sexual mas empeñada en traer la carcajada psicótica que en desplegar la metáfora con su vampirismo o la ingesta de restos de desagüe.
Para ellos, claro esta, necesitas que al menos tu protagonista esté tan entregado a la causa como Barry Keoghan, único en esconderte los propósitos tras uno rostro indescifrable (como demostró en El sacrificio de un ciervo sagrado, 2017) y de pronto volverte del revés o profanar de forma realmente original una tumba fresca. Sin embargo, Fennell se encuentra además con que los frecuentemente contenidos Rosamund Pike y Richard E. Grant se suman al circo sin ningún pudor y conforman el ejemplar perfecto en el terrario de la opulencia que respalde al personaje de Jacob Elordi y nunca aparezca una desafortunada empatía que enturbie un juego de zancadillas y caza donde los papeles de depredador y presa van a alternarse y fluctuar como si de un El sirviente (1963) de Joseph Losey hipervitaminado se tratase.
Lo que resulta un tanto incomprensible es como después de tomarse esta incisiva revancha iconoclasta hacia solo un sector muy concreto de la riqueza (acertadísimo giro) capaz de expulsar de su jardín de las delicias a lo El Bosco a quién se le ponga entre ceja y ceja, Fennell vuelva a chocarse contra un muro a la hora de rematar la jugada y abogue por una sobreexpliación totalmente innecesaria y anticlimatica en vez de encomendarse al enigma y la falta de una respuesta que por otro lado ya había sentado a la mesa de esos tremendos desayunos donde se obvia la fealdad. No obstante, para entonces la fiesta ya ha concluido y la resaca resulta los suficientemente agradable como para no sufrir con la turra. Que nos quiten lo bailao.
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El talento de Mr. Ripley (1999) de Anthony Minghella, pero hipervitaminado con la energía alcoholica y narcotica del cine de Emerald Fennell
Miguel Ángel Espelosín
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