Una de las mejores y más interesantes películas que veremos este año.
Choque de gigantas ante las cámaras en una de las películas que los aficionados al buen cine no deberían perderse este año. Miren, seamos claros: ya solo por ver el encuentro interpretativo de Rachel McAdams y Rachel Weisz merece la pena acercarse al cine a ver este largometraje. Pero hay más.
Lo primero que hay es que deben prescindir de las notas que le hayan enchufado en algunos ficheros y páginas de críticas. Me huelo que están retorcidas, viradas, intoxicadas por distintos intereses y preocupaciones por la imagen pública de determinado colectivo o instituciones. Pero no se alarmen: no hay nada que no pueda aplicarse a otros muchos colectivos e instituciones. Lo que viene a decirnos la película es que toda norma castradora de la intimidad y privacidad y de la libertad del individuo, de su propia naturaleza, de sus preferencias sexuales, sean cuales sean éstas, es un serio ataque contra la humanidad.
La película es un alegato contra una forma de condicionamiento y autoritarismo soterrado, silencioso, cotidiano, del día a día, que seguramente muchos no quieren identificar con instituciones concretas con las que de un modo u otro se identifican o de las que participan, pero lo cierto es que el bofetón a la farsa y el absurdo está ahí y no admite ni pactos ni componendas.
Desde el primer momento la película aborda el asunto central de su propuesta sin ningún tipo de maquillaje. Es una apuesta por la libertad del individuo frente a las normas impuestas por la tribu. Cualquier individuo. Cualquier tribu.
Pero además, lo realmente interesante, es la manera en la que guión y director abordan el desarrollo de este alegato sin entrar en el lodazal de las descalificaciones gratuitas y fáciles o el melodramatismo obvio. La reflexión pausada, equilibrada y madura preside cada plano y con su equilibrio y madurez no le deja mucho espacio al espectador para esquivar la necesidad de llegar a sus propias conclusiones. Pero, insisto: lo mejor es que ni hace propaganda ni descalifica. No es una película de buenos y malos. Y en muchas escenas estamos tan de parte del personaje de Rachel Weisz como nos ponemos críticos con su manera de entender las cosas, comprendiendo su forma de dolor y pesar por los propios errores más que por las exigencias normativas ajenas.
En Disobedience no hay salidas fáciles, conclusiones sencillas, obviedades de fábula perfecta, ni resoluciones cerradas. La manera en que se nos presenta el personaje del marido interpretado por Alessandro Nivola, su arco de desarrollo en un segundo plano, casi en silencio, con un pleno ejercicio de construcción del personaje en un mínimo de tiempo, desde la máxima sobriedad, es todo un ejemplo de con qué ritmo, mimbres y objetivos trabaja la película.
Algún despistado dará en decir y pensar que esta película le suena a telefilme. Error. Es cine. Buen cine. Un cine muy pensado al que desgraciadamente muchos están dejando de disfrutar: cine para adultos. Un cine en el que la cámara sigue a los personajes con solvencia y sin servirse de muletas ni adornos, hasta hacer que dejen de ser personajes para convertirse simplemente en personas.
Un cine que en sus planos consigue convertirnos en cómplices de las pasiones y desgarros de sus personajes sin tirar de las herramientas emocionales falsas que suelen prodigarse en este tipo de historias. No hay farsa emotiva, sino simplemente emociones.
En ese sentido es una de las películas más saludables de esta temporada, tanto para la mente como para el espíritu. Porque darle la espalda a la realidad o limitarse a empuñar banderas oportunistas que permiten maquillar los claroscuros de nuestra sociedad no es ni útil ni suficiente.
O quizá se trate simplemente de que desde el principio de esta historia he concluido, una vez más, que las personas están siempre por encima de todo lo demás, incluidas la normas, y que aunque necesitamos organizar nuestra convivencia, eso no nos autoriza a meternos a saco en la vida privada de la gente y mucho menos nos otorga potestad alguna para impartir lecciones, dar consejos o pretender que todos hemos de pensar lo mismo en todo momento solo para sentirnos superiores desde la seguridad de seguir el precepto ciegamente sin mirar a los ojos a la persona que tenemos enfrente.
Sebastián Lelio nos obliga a mirar a los ojos de sus personajes con una autoridad de director al que conviene tener muy en cuenta cada vez que se asome a la cartelera con un nuevo proyecto.
Miguel Juan Payán
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