Eficaz y dinámica fábula deportiva sobre el éxito de los perdedores basada en hechos reales.
De partida miro con sospecha todo largometraje que venga promocionalmente asociado a la frase “basada en hechos reales”. Tampoco soy especialmente aficionado al cine de odiseas y gestas deportivas porque prefiero el deporte con su épica genuina y en directo, tal cual, sin edulcorar con el almíbar dulzón y propenso al lloriqueo del melodrama cinematográfico.
También desconfío del biopic, por motivos similares, y porque además el cine tiende a pasarse los personajes reales que retrata, siempre mucho más interesantes que sus reduccionistas bocetos cinematográficos, a meros títeres movidos por los hilos de las necesidades dramáticas y al libertad poética, y para eso prefiero dedicarme a leer una buena biografía. Dicho lo anterior, Eddie el águila me ha gustado. Primero porque creo que le saca muy buen partido a las claves más espectaculares del deporte en el que asienta su historia, los saltos de esquí, pero con la peculiaridad y la seña de identidad de que no se entrega a la explotación más obvia de los mismos como recurso para añadir superfluo despliegue visual a su propuesta.
En ningún momento el salto de esquí devora o quita protagonismo a lo mejor que tiene la película, que es el desarrollo de sus personajes y la cercanía que establecen los mismos con el espectador, facilitada por el hecho de que lo que se nos cuenta es una historia de éxito desde la modestia, del sueño cumplido de los perdedores, y eso tiene mucho gancho. Precisamente por esa habilidad de la película para esquivar la trampa de lo que podría haber sido un facilón y rebuscado efectismo visual, cada caída del joven protagonista desde las plataformas a la nieve nos parece mucho más real y cercana y la sentimos casi por pura empatía con el personaje, interpretado además con contagiosa simpatía y optimismo por Taron Egerton, en un interesante cambio de registro respecto a sus trabajos en Kingsman: servicio secreto y Legend que preludia buenas vibraciones respecto a los próximos trabajos de este actor, por ejemplo en Robin Hood: orígenes y en la segunda aventura de la saga Kingsman. El respaldo eficaz de Hugh Jackman en un papel de entrenador accidental borrachín y pasado de vueltas refuerza ese tono distendido y de comedia ligera que aparta la película de las ciénagas de la emotividad forzada, que además no habría tenido ningún sentido en este tipo de historia y con este tipo de personaje reales, más cercanos al disparate y el éxito contra pronóstico que a los dramas de abnegación imparable y lacrimógena.
Narrada con buen ritmo se sitúa en las antípodas de la más autoconsciente y pretenciosa El descenso de la muerte, otra destacada aproximación del cine al mundo del esquí olímpico que dirigió en 1969 Michael Ritchie y protagonizaron Robert Redford y Gene Hackman, y se acerca más al tono algo más gamberro de otra de mis películas deportivas favoritas, El castañazo, dirigida por George Roy Hill y protagonizada por Paul Newman en 1977.
Miguel Juan Payán
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