Crítica de la película El día que vendrá
Keira Knightley construye una memorable interpretación, en esta apasionada película sobre el sentimiento de pérdida.
El final de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo la destrucción literal de un continente europeo asolado por las bombas, y plagado de escombros y cadáveres escondidos entre las grietas de la sinrazón propagada por las hordas del Tercer Reich. Semejante escenario de sombras y fantasmas es donde el novelista inglés Rhidian Brook ambientó su éxito literario, titulado The Aftermath (La secuela): texto cargado de sensualidad y amargura medioambiental, que el cineasta James Kent (Margaret) ha traducido al lenguaje de las imágenes en movimiento. Un ejercicio que ha propiciado la elaboración de un filme intenso y frío a la vez, el cual cuenta con las excelentes interpretaciones de un elenco capitaneado por la singular Keira Knightley (mucho más mimética y contenida, que en otros largometrajes).
La acción arranca un tiempo después del final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Hamburgo es una de las ciudades germanas que han quedado bajo la estricta vigilancia de las tropas inglesas, y allí es enviado el coronel Lewis Morgan (Jason Clarke). El hombre cogió rápidamente su nuevo destino para alejarse de Londres, donde su hijo perdió la vida en un bombardeo. Tras escoger una casa a la altura de sus galones, el oficial manda un mensaje a su esposa Rachael (Keira Knightley) para que se reúna con él. Ambos planean vivir en una mansión donde su legítimo propietario aún intenta salir adelante con su hija adolescente. La solución que se le ocurre a Morgan es compartir el gran inmueble con sus dueños originales: el culto y callado exarquitecto Stephen Lubert (Alexander Skarsgaard) y su pequeña Heike (Anna Katherina Schimrigk). Al principio, Rachael se muestra contraria a cohabitar con una familia de la misma nacionalidad que la del piloto que asesinó a su hijo; pero, poco a poco, la mujer comienza a sentir una irresistible atracción hacia el singular Stephen. Mientras, Lewis trabaja sin descanso para dar con los cabecillas de una banda de criminales fieles a la figura del derrocado Adolf Hitler.
La cuidada ambientación permite a Kent desarrollar con habilidad el entramado que oprime al triángulo amoroso, formado por Rachael, Lewis y Stephen. Con los simples elementos de los silencios cortantes, las luces bajas en tonalidades calóricas y las gestualidades mediadas por la opacidad; el responsable de la interesante Testamento de juventud diseña una película emocionante y contagiosa, en la que los personajes cobran pronto la carnalidad de los seres vulnerables, sumamente condicionados por sus respectivos pasados.
Ante tales premisas, Keira Knightley ejerce a la perfección su rol de mujer insatisfecha, que busca la complicidad de alguien que comprenda su zozobra sentimental. En definitiva, un hombre con las aptitudes de Stephen Lubert; al que Alexander Skarsgaard arropa con su imagen de romántico aplomo, atenazado constantemente por el espectro de una esposa a la que echa de menos cada vez que presiona las teclas de su costoso piano de cola. Knightley y Skarsgaard desbordan sentimiento e impetuosidad en sus respectivas caracterizaciones. Un ejercicio de tintes nostálgicos, que corona la sensata y reflexiva aportación de Jason Clarke, en la piel del marido engañado y sumamente dolido por el fallecimiento de su vástago (sufrimiento que el personaje guarda tras la ficticia máscara de un militar acostumbrado a mirar demasiado de cerca a la muerte).
Jesús Martín
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