Davis Guggenheim consigue transmitir la angustia y el valor de la joven Malala Yousafzai, la menor que –cuando era niña- fue tiroteada por un talibán, por el simple hecho de querer asistir a la escuela.
Más allá de la concesión del Premio Nobel de la Paz en 2014 y de las efusivas conferencias en la ONU y en diversos organismos de los cinco continentes, Malala Yousafzai es una muchacha con miedos y esperanzas, con necesidad de disfrutar de la vida y sueños por llevar una existencia de normalidad efectiva. Así lo transmite acertadamente Guggenheim, avalado por su cámara y un tratamiento discursivo que alterna en las dosis adecuadas la imagen pública y privada de la singular y heroica protagonista.
Con la animación como herramienta esencial para marcar el ritmo y el contexto de la historia, el oscarizado director de Esperando a Superman y Una verdad incómoda exhibe ante los espectadores la faz de una adolescente que no dista mucho de ser como cualquier otra de las de su generación, con similares gustos e inclinaciones. Aunque, lo más llamativo que separa a Malala de sus compañeras de instituto es que sobre ella pesa la condena a muerte, que el régimen talibán le impuso desde el asesinato fallido de 2012.
El documentalista estadounidense entiende a la perfección que el guion no se sustentaría únicamente desde el punto de vista de la denuncia social, sino que su fuerza emana directamente de la capacidad para dar a conocer el interior de la impresionante chica: en toda su humanidad y con su espontaneidad, sin trampas de ensayos previos ni artificiosidad alguna. Un ejercicio del que Guggenheim sale airoso, más que nada por la sinceridad con que se expresa la familia Yousafzai al completo (clan en el que brillan con luz propia, junto a MY, tanto el convincente y emotivo padre, como la madre y los hermanos pequeños de la heroína).
Ágil en su desarrollo, y contundente en la utilización de las voces en off y de los testimonios que sustentan la narración, El me llamó Malala es una película en la que el tema principal lo compone la dignidad inherente a la lucha de los oprimidos; en este caso contra un régimen altamente dogmático, que impide incluso el acceso de los habitantes a derechos tan fundamentales como el de la educación.
El filme vuela con soltura por cada uno de los aspectos de la vida diaria de Malala, ahora convertida en un referente para millones de mujeres que ansían mejorar a través de la enseñanza. Y lo hace con el vigor que da la sinceridad en cada una de las situaciones planteadas, solo rota en momentos puntuales relacionados con los actos más protocolarios a los que la adolescente pakistaní se ve obligada a asistir.
Es cierto que la obra ya tiene ganado de antemano el posicionamiento en favor de las tesis defendidas por la joven Yousafzai; pero, a partir de ese reconocimiento de entendimiento humano, el creador monta un vehículo para mostrar la incoherencia y bestialidad de unos verdugos capaces de atentar contra una pequeña inocente; la cual expone su integridad armada únicamente con palabras, esgrimidas para romper las cadenas que impiden la libertad de sus semejantes.
Jesús Martín
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