El último lobo: una aventura que recuerda a clásicos del género como Dersu Uzala de Kurosawa.
Jean-Jacques Annaud, ha destacado como una especie de reinventor de la fórmula del género de aventuras, intriga, bélico y otros géneros con títulos como En busca del fuego, El nombre de la rosa, El oso, El amante, Siete años en el Tibet, Enemigo a las puertas o Dos hermanos, a base de aportar un esforzado toque documental a sus películas. Ese toque documental que impone la realidad en las necesidades narrativas del drama cinematográfico alcanza el equilibrio perfecto con la fabulación en El último lobo, película que se pasea por varios géneros, trabajando los paisajes como si se tratara de un western en territorio exótico, manejando los personajes como si vivieran una aventura de marcado carácter ecológico y reivindicativo, jugando la baza de la épica en escenas impresionantes que derivan nuevamente del empeño del director por rodar de la forma más difícil las pinceladas de realidad que siempre acompañan sus historias. Ir a ver una película de Annaud es algo similar a descubrir un ejercicio de más difícil todavía casi circense, pasearse por la obra de un trapecista furioso que encadena saltos al vacío y bucles de soberbias imágenes reales, o en las que la realidad intenta reproducirse con los abalorios de la ficción (caso por ejemplo de las secuencias de batalla de Enemigo a las puertas), para acompañar las partes más fabuladas de sus relatos. Annaud siempre sorprende visualmente. Nos lleva al filo de lo imposible, si me permiten que tome prestado el nombre de un programa de documentales de televisión que inevitablemente siempre me recuerdan las películas de este director. Podríamos decir que en el código genético de Annaud está la huella del padre del documental viajero, Robert Flaherty (si no han visto Nanouk el esquimal u Hombres de Arán, ya están tardando), mezclada con el concepto narrativo y visual del choque épico entre el hombre y el paisaje que podemos encontrar en otros maestros del cine como John Ford en Centauros del desierto, David Lean en Lawrence de Arabia o Akira Kurosawa en Dersu Uzala. Ecos de todos ellos y de las películas citadas me han venido a la cabeza mientas veía, sorprendido y puedo decir que en algunos momentos incluso extasiado ante la belleza documental de algunas imágenes, esta gran película que es El último lobo, la historia de un hombre civilizado entrando en el territorio de las tribus de Mongolia interior a finales de los años sesenta. Obviamente estamos ante una realidad maquillada por la ficción, ya que parte de la novela autobiográfica Totem Lobo, escrita por Lü Jiamin con el seudónimo de Jian Rong. Pero Annaud consigue que la avasalladora e impresionante verdad de sus imágenes de corte casi documental (la película tiene muchos ejemplos de ese tipo, pero me quedo personalmente con el primer encuentro del protagonista con los lobos) se imponga como nota dominante a toda la fabulación decorativa y favorable que el autor de la novela haya podido imponer en esa historia de su experiencia real en Mongolia. No obstante no puedo dejar fuera de este análisis que bajo la apabullante belleza y pureza de las intenciones de Annaud el director muestra astutamente su talento para hacernos reflexionar con más profundidad sobre el mensaje que realmente habita en su película, más allá de las más obvias monsergas y discursos beatos sobre la protección del lobo. Lo que nos cuenta Annaud es algo más que una historia de aventuras con héroe civilizado encontrándose a sí mismo y evolucionando en su contacto con la naturaleza y con una forma de vida aparentemente más atrasada que la moderna civilización del hombre, pero indudablemente mucho más sabia en lo realmente esencial para la supervivencia. El argumento que late bajo esa idea más adocenada y previsible es la historia de la infinita capacidad de destrucción del hombre civilizado y sus normas civilizadas, que acaban convirtiéndose paradójicamente en justo lo contrario que pretenden: no traen un nuevo orden, o ni siquiera cualquier tipo de orden, al mundo de los mongoles, sino justo lo contrario, el caos más absoluto. Lo que vemos en la película de Annaud, más allá de la aniquilación de una especie, algo que los seres humanos han perpetrado en reiteradas ocasiones, es nuestra inagotable capacidad para extender un caos autodestructivo en nuestro entorno más inmediato. Dede ese punto de vista, El último lobo nos propone otra manera de entender el género de aventuras. Lejos de convertirse en una nueva entrega de las aventuras del hombre civilizado como instrumento del establecimiento de un nuevo orden en el territorio de lo salvaje, como pretendían las aventuras clásicas de la literatura con las novelas de Julio Verne y Emilio Salgari, o el personaje de Tarzán creado sobre la base de la falsa supremacía blanca occidental sobre los nativos por Edgar Rice Burroughs, entre otras muchas propuestas aventureras tradicionales, se sitúa en las antípodas y habla del hombre civilizado como destructor de mundos. Pero el gran acierto de Annaud es que hace eso sin caer en la trampa de la homilía y la soflama panfletaria. Por el contrario nos propone una aventura completa, al estilo del gran cine clásico, el cine que para disfrutarse plenamente ha de verse en una pantalla grande para poder perderse en ese retrato de Mongolia envolvente, épico y trepidante, que convierte su película en una auténtica experiencia y nos permite recuperar el concepto del cine como viaje.
Una pista para terminar: si alguien va a ver esta película y disfruta, le recomiendo que recupere también otra joya: La patrulla de la montaña (Kekesili),dirigida en 2004 por Lu Chuan.
Miguel Juan Payán
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