Crítica de la película Érase una vez en Euskadi
Manu Gómez debuta como director de largometrajes con este film altamente emotivo, cargado de recuerdos que remiten a la propia infancia del cineasta vasco.
No es una casualidad que el comienzo de Érase una vez en Euskadi esté arropado por la versión de Joey Ramone del clásico What A Wonderful World: todo un toque de ironía, mientras en la pantalla aparece un País Vasco asolado por el terrorismo de ETA, el paro y el consumo de drogas. Semejante canción mete al espectador en la trama de la película, desde la primera escena. Un contexto que igualmente sirve para conocer, de manera tangencial, la adrenalina que corre por la sangre de a los cuatro niños que protagonizan la historia.
El argumento de la ópera prima de Manu Gómez centra su atención en Marcos, José Antonio, Paquito y Toni: cuatro amigos de doce años, que intentan sobrevivir en un territorio plagado de confusión y naufragios emocionales y afectivos. Un sitio donde las esperanzas suelen quedar sepultadas bajo realidades marcadas por la violencia y la autodestrucción.
Érase una vez en Euskadi está ambientada en 1985. En semejante época, cuatro colegas del colegio intentan llevar sus respectivas existencias de la mejor manera posible, aunque sea a base de descubrimientos dolorosos. La totalidad de la pandilla presenta unos problemas de difícil resolución. Uno de ellos tiene un hermano drogadicto, al que un día le diagnostican Sida terminal. Otro de los chavales protagonistas siente que su mundo se derrumba, cuando se da cuenta de que su pasión por ser ciclista profesional es una quimera imposible; mientras el tercero de los amigos observa cómo su hermano mayor se introduce vertiginosamente en las actividades de la banda terrorista ETA. El último del cuarteto tampoco escapa al desánimo, cuando recibe su primer desengaño amoroso.
Con multitud de referencias a un Euskadi tan caótico como el de 1985 (y que el propio director vivió en primera persona, con una edad muy similar a la de los personajes centrales de la película), Manu Gómez despliega un sinfín de recuerdos verosímiles, potenciados por la nostalgia que transmiten. Desde la contagiosa banda sonora (uno de los momentos más especiales se corresponde con la inclusión del tema La cuenta atrás, de Los Enemigos), a las imaginativas experiencias de los jóvenes amigos por las calles de Euskadi, cualquier elemento de la película transmite una creíble sinceridad, y rebosa sensibilidad hacia un tiempo en el que la vida de muchos de los habitantes del País Vasco era bastante complicada y dura.
Manu Gómez acierta al abordar distintos aspectos de la sociedad vasca de los ochenta, a los que da una importancia mediada por el punto de vista de los pequeños Marcos, Toni, Paquito y José Antonio. De esta manera, por ejemplo, el asunto de los reclutamientos de ETA y la radicalización de la violencia terrorista se expone con el velado conocimiento de un pequeño que solo atisba el dolor de sus padres, y su tristeza al perder a su hermano, mientras este intenta poner una bomba en un coche. Una fórmula que igualmente le sirve para escenificar el dilema de la droga, que ocasionó multitud de muertes en toda España; bastantes de ellas ocasionadas por el Sida, debido al uso de jeringuillas infectadas; o para referirse a temas como el de la inmigración en el País Vasco, y el del paro que condenaba a los obreros de la región.
Todas estas piezas conforman un mural audiovisual con más sombras que luces, en el que se impone el poder de la amistad; en similar sintonía a la orquestada en films como Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986).
Jesús Martín
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