Eficaz película de juicios y pena de muerte en la Sudáfrica del Apartheid.
El cine de juicios alcanza otra dimensión entrando en el territorio de la denuncia de la pena de muerte y el régimen racista de Pretoria en este largometraje que sabe jugar muy bien sus cartas para desplegarse al mismo tiempo en una clave de intriga lindante con la crónica de un brutal pasado de la historia sudafricana particularmente sangriento, como testimonian los datos finales que culminan el relato tras las imágenes.
Desde el punto de vista del cine de juicios tiene poco nuevo que aportar, pero realmente ese es sólo el envoltorio exterior, el anzuelo de carácter genérico y comercial que esgrime Guardián y verdugo como argucia para zambullirse de lleno en el cine de denuncia y crítica a la pena de muerte. Y es desde este segundo territorio o identidad como mejor funciona y adquiere mayor personalidad frente a las otras muchas propuestas que suelen llegarnos a la cartelera en el marco de este tipo de tramas judiciales. La intriga está garantizada por ese duelo dialéctico entre la curiosidad y la necesidad del abogado defensor, bien construido por Steve Coogan, y el silencio que aun a riesgo de su vida mantiene su defendido, un joven guarda de prisiones y al mismo tiempo verdugo acusado de asesinar a sangre fría a un grupo de jóvenes negros, al que da vida Garion Dowds. No obstante la intriga no es lo más interesante de esta película. Sus propios artífices lo saben y obran en consecuencia. Conocen y reconocen el hecho de que en ese terreno van a aplicar una fórmula repetidamente utilizada en este tipo de tramas. Por eso organizan su propuesta de manera que puedan sacarle el máximo partido al epicentro de la misma, el pulso entre defensor y acusado, que es en cierto modo una metáfora del reto al que se enfrenta el propio largometraje: la necesidad de saber todos los datos, por un lado, y el empeño en callar y tapar el pasado por otro. Ese dilema es el mismo que viven los personajes y que la película traslada astutamente al espectador a través de recursos bien empleados. El sonido se convierte en una clave esencial no sólo para explicar la trama sino para meternos como espectadores en la dura historia del acusado, una de las más crudas y acertadas visiones de la pena de muerte que nos ha dado el cine en los últimos tiempos, digna heredera de películas como Vencedores o vencidos (Stanley Kramer, 1961), y Pena de muerte (Tim Robbins, 1995), aunque ambas son superiores a Guardián y verdugo. El trabajo con el flashback visual sustituye a la palabra y de ese modo establecen un ritmo de tensión creciente que en esos ecos del pasado nos hace plenamente partícipes del proceso por el cual un joven inocente acaba convirtiéndose en un asesino. Lo que se pone en el centro de la trama de la película es la crítica a esa especie de fábrica de muerte con múltiples ejecuciones que funciona como una máquina bien engrasada de asesinar en forma taylorista, pura producción en cadena de miedo, dolor y asesinato que inevitablemente se traduce en pérdida.
Sin esquivar los planos más duros, pero sin regodearse en lo más morboso de la situación, Guardián y verdugo aplica un cierto aire de sobriedad a ese proceso de ejecuciones del que al terminar la película conocemos todos sus pasos desde el momento en que el reo sale de su celda para ir al cadalso hasta el momento en que su cadáver es enterrado en el cementerio. Esa inexorable máquina de muerte se pone en marcha al principio de la historia triturando a sus personajes y forzando a los espectadores a entrar en contacto con la misma desde un punto de vista de máxima proximidad a los hechos.
Miguel Juan Payán
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