Filósofo para unos, cronista clave para entender el mundo contemporáneo para otros, pero sobre todo arquitecto de algunas de las visiones futuristas más pesimistas de la literatura de ciencia ficción, James Graham Ballard, nacido en Shangai, China, en 1930, falleció el pasado domingo 19 de abril tras una larga lucha contra el cáncer de próstata. El cine le debe además la materia prima literaria de dos películas singulares y altamente recomendables, El imperio del sol, que filmó Steven Spielberg en 1987, y Crash, dirigida por David Cronenberg en 1996 (no confundir con la producción del mismo título dirigida en 2004 por Paul Haggis).
El imperio del sol, basada en la novela de Ballard publicó en 1984, es una de las producciones de ambiente bélico más dramática y tocadas por la tragedia que recuerdo, lo que es decir mucho en el amplio paisaje de las películas dedicadas a la guerra que me han acompañado hasta el día de hoy. No era una historia de héroes al uso, sino más bien una peripecia de antihéroes perdidos en el callejón sin salida de la historia del convulso siglo XX cuya mayor gesta era sobrevivir un día más en un campo de concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Entre otras cosas demostró que en las entrañas de cineasta de Spielberg había mucho más que fuegos de artificio visualmente espectaculares y trepidantes aventuras hijas del American Way of Life, constituyéndose como una de sus películas más maduras y a ratos incluso siniestra, presagio de este otro viaje al infierno con aires de réquiem por los que van a morir que fue La lista de Schindler. De paso lanzó al estrellato a Christian Bale, que hoy circunnavega el orbe del estrellato alternando el personaje de Batman con el de John Connor en la próxima entrega de Terminator. Bale le puso carne y mucha verdad a ese trozo de memoria del propio Ballard. El autor había creado al joven protagonista de la película a su imagen y semejanza y a la sombra de su propia experiencia en un campo de internamiento. Lo que allí vio y vivió acabaría constituyendo la sabia de su forma de mirar el mundo como un vertiginoso abismo por el que se precipita el ser humano hacia su lado más oscuro.
Crash, hija del texto que el escritor consiguió publicar en 1973 exprimiendo las gotas de dolor por la muerte de su esposa, era una inquietante fábula de corte sadomasoquista que se ganó a pulso la polémica en su estreno. Está entre lo mejor y lo más turbadoramente siniestro de la filmografía de Cronenberg, quien supo sacarle el máximo partido a la propuesta argumental de Ballard sin ahorrar en escenas escabrosas y acercándose peligrosamente a la pornografía.
La recomendación de uno de los editores que rechazó la publicación de Crash fue mandar al autor a un psiquiatra.
Benditos locos.
Ballard, que tenía también algo de forense aplicado a la tarea de hacerle la autopsia al convulso siglo XX y se anticipó a jugar en sus relatos con la baraja de la anticipación, tejiendo el tapiz de una paulatina deshumanización que va cobrando mayor velocidad en el siglo XXI, jugó a contracorriente dentro del género de ciencia ficción obsesionado por la idea de la catástrofe, motivo argumental ya en su primera novela, El mundo sumergido, publicada en 1962. Era una novela que en algunos de sus párrafos parecía escrita para ser adaptada por Stanley Kubrick. Fue una de esas novelas capaces de sacar a la ciencia ficción del ghetto y ponerla a la altura de la literatura con mayúsculas, haciendo de paso que su autor pasara a convertirse en uno de los representantes más prestigiosos de la nueva ola de la ciencia ficción británica.
Ballard hizo frente a la muerte celebrando la vida: cuando en 2006 le diagnosticaron el cáncer de próstata que finalmente ha acabado con sus días empezó a escribir su autobiografía, Milagros de la vida, publicada en 2008.