Particular y surrealista visión del amor a través de los ojos de Michel Gondry. Aunque en esta ocasión el mérito no puede considerarse sólo suyo al estar basada la película en la novela de Boris Vian, que al parecer ya incluye la mayoría de elementos que componen este singular universo de La Espuma de los Días, una película que quizá sólo Gondry o Terry Gilliam podrían realizar, con todo ese estrambótico componente visual y argumental, con esas situaciones imposibles y cautivadoras, con esa belleza de lo sencillo y lo imposible a la vez. Una película que no es para todo tipo de públicos, pues requiere un esfuerzo por parte del espectador. Primero, de aceptar las reglas del juego que el director y la historia proponen. Segundo, de seguir el hilo de la misma con todas sus metáforas, desvíos, atajos y emociones. Es una película que exige al espectador.
Una bella historia de amor en un mundo que se parece al nuestro pero no tiene nada que ver con el nuestro. Y cómo todo se trastoca cuando la felicidad se esfuma entre las manos poco a poco ante la terrible enfermedad que ella contrae. Le está creciendo una flor dentro del pecho. Entonces todo cambia y el mundo poco a poco se vuelve gris y lleno de miseria, de pobreza y de dolor. Juega la película a encerrar dos películas en sí misma. Una comedia ligera y un drama oscuro. Y entre medias una forma de contar las cosas especial, distinta, surrealista. Algo que deja claro la película desde ese imposible inicio con las máquinas de escribir, la ducha, el cortarse los párpados, el desayuno… O ese cocinero de televisión tan sorprendente como pocas veces visto.
El mundo de La Espuma de los Días se compone de mesas con patines, grúas para pasajeros, piernas de goma cuando se baila, diálogos absurdos pero divertidos, competiciones en cochecitos, transparencias, sueños, luces, plumas, colores… Es como vivir en un sueño dentro de un sueño, con aire de los sesenta, donde nada tiene sentido, pero lo tiene. Y con un reparto en el que destacan nombres como los de Omar Sy, Audrey Tatou, Romain Duris o Gad Elmaleh. Actores que abrazan la locura que supone la película con pasión y muchas ganas, como si fuese lo más natural del mundo. Lo que ayuda a la historia a funcionar mucho mejor.
Pero la película tarda más de una hora en arrancar de verdad. Gondry anda tan obsesionado en mostrarnos este universo hasta el más mínimo detalle, que se olvida de lo más importante. Narrar una historia. Se pierde, se obceca en detalles que no ayudan a la trama a prosperar. Sin ser aburrida, es imposible que lo sea ante tanta stopmotion y despliegue visual (sencillo pero elegante y muy efectivo), pero hace que desconectemos, que no nos importe lo que sucede, sino los alrededores. El paisaje. Y eso daña a la película en su viaje a la oscuridad, a la mirada triste sobre la enfermedad, el dolor y la soledad. Una pena, porque es tan única que resulta memorable. Pero no excelente. Un cruce entre los universos de Terry Gilliam y los propios mundos personales de Gondry que a rato se cruzan con el tebeo.
Jesús Usero
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