Crítica de La mancha negra
Crítica de la película La mancha negra
Estremecedor y brillante retrato coral de una familia, perdida en un pueblo plagado de odios sostenidos a lo largo de las décadas.
En el ADN cinematográfico de La mancha negra se pueden contemplar diferentes inspiraciones de legado legendario. Entre ellas, la más determinante está en conexión con el surrealismo ácido y espectral que el séptimo arte tomó prestado del realismo mágico literario, y que dio como resultado films tan inolvidables como Macario (Roberto Gavaldón, 1960). Enrique García parece recurrir a esos terrenos tan frecuentados por Luis Buñuel, para construir el fantasmagórico escenario del pueblo de Aljarria, donde se desarrolla la trama de la cinta.
El argumento arranca con la muerte de doña Matilde Cisneros. Esta mujer era poseedora de unos terrenos pretendidos por el cura del lugar, a la vez de incluir una olivarera que agoniza por falta de mano de obra. Junto a la finada se encuentran sus hijas, las cuales esperan poder encontrar la supuesta fortuna oculta por su madre, para así repartir una herencia que únicamente parece abocarlas a las deudas y la pobreza. Tras el trágico desenlace de doña Matilde, llega a Aljarria el hijo mayor del clan: el callado y rocoso Eugenio. Este hombre abandonó la casa familiar hacía quince años, y se marchó a la ciudad para intentar salir adelante en el negocio de la construcción. El encuentro de las hermanas con Eugenio despierta un sinfín de emociones pretéritas, y de secretos que mantuvieron a los miembros de los Cisneros en un mar de odios ocultos y peleas intestinas.
Enrique García compone con los elementos reseñados un cuadro escénico de enorme trascendencia visceral y violenta, en el que sobresale la actitud desafiante de Manuela (Virginia Morata) y el comportamiento imprevisible de la enferma mental llamada Emilia (Virginia Muñoz). Ellas son las que sirven de motores al cineasta para desplegar un relato que posee un recorrido circular; el cual arranca con la muerte de doña Matilde, y acaba con la desaparición de otros de los personajes centrales. Esto conjuga a la perfección la atmósfera amarga de una crónica oscura y tenebrosa, en la que se puede localizar un ligero gusto a la violencia esgrimida en clásicos del tipo de Perros de paja (Sam Peckimpah, 1971) y Pascual Duarte (Ricardo Franco, 1976).
Con una fórmula activa de acumulación de distintos géneros (el costumbrismo de la época de la dictadura franquista, el western de caminos polvorientos y rostros sudorosos y el terror gótico de naturaleza fantasmal y voluntariamente gore), García confecciona una película que se ve fortalecida por las convincentes caracterizaciones del elenco actoral al completo. Un trabajo conjunto, que contribuye a dotar de verosimilitud los distorsionados comportamientos de los roles que deambulan por el metraje del film.
Ante una propuesta tan lorquiana y arriesgada, únicamente se puede objetar la desidia destructiva que acontece conforme la trama evoluciona hacia su inesperado y sorpresivo desenlace. Un aporte de criminalidad generalizada, que provoca una montaña rusa de comportamientos excesivos; pero que no desluce lo acontecido anteriormente, pese a adolecer de la solvencia narrativa y la sobriedad escenográfica de las partes precedentes.
Jesús Martín
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