Crítica de la película La Misión
Parece difícil de creer, pero hubo un tiempo no muy lejano en el que algunos estrenos cinematográficos se convertían de la noche a la mañana, y en más de una ocasión sin mediar una enorme y concienzuda campaña promocional con la que animar al respetable, en verdaderos fenómenos sociológicos capaces de despertar la reflexión y el debate, de ahondar en las dudas y las certezas, casi siempre frágiles cuando no directamente falsas, de la sociedad occidental o, como es el caso, de la sociedad española. En ese tiempo, nada menos que 2.851.566 personas acudieron al cine para ver con sus propios ojos una historia épica de redención, lucha y fracaso que tenía como trasfondo una de las páginas más negras de la historia de España en su relación con el continente americano. El año era 1987 y la película origen de ese encuentro entre la industria del espectáculo y el despertar, por más efímero que fuera, de la conciencia, llevaba por título La misión.
Ambientada en lo que hoy sería la zona fronteriza entre el norte de Argentina y el sur de Brasil, La misión era la segunda película de Roland Joffé, director de origen británico que con solo una película a sus espaldas, Los gritos del silencio, había logrado el reconocimiento del público y de la crítica con una narración que exponía en tonos melodramáticos por medio de la trayectoria de dos hombres muy distintos en virtud de sus respectivos orígenes sociales y culturales, el infierno vivido en Camboya desde los bombardeos indiscriminados perpetrados por el ejercito de Estados Unidos como prolongación inútil y cínica de la guerra de Viet-nam, hasta la mascarada siniestra y genocida llevada a cabo entre su propio pueblo por los alucinados jemeres rojos. Con ese antecedente, al que habría que sumar la presión que supone semejante reconocimiento a una escarizada ópera prima, Roland Joffe desplazó su mirada hacia el pasado, concretamente hacia el tercio final del siglo XVIII, para narrar una historia de fondo igualmente grandiosa y trágica: el reparto de tierras, vidas y haciendas llevado a cabo por los poderes coloniales de España y Portugal con la imprescindible ayuda y bendición de la iglesia católica en un momento en que la institución supuestamente religiosa constituía uno de los mayores centros de poder; historia con mayúsculas y minúsculas protagonizada por un puñado de hombres obligados a elegir entre su condición humana y el dogma de obediencia que aceptaron en el momento de vestir los hábitos. Escrita por el prestigioso Robert Bolt, autor entre otros de los guiones de Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago y Un hombre para la eternidad, La misión encierra en poco más de dos horas ese drama a tres bandas: la lucha por el poder colonial, la población indígena destinada a engrosar las fortunas de los estados y “empresarios” dedicados al lucrativo negocio de la trata de esclavos, y los misioneros que intentan impedirlo, personalizado en su vértice por dos hombres cuyas formas de ver la vida se revelaran decisivas cuando el conflicto alcance su punto culminante.
Jeremy Irons y Robert de Niro daban vida a esos personajes que proponen al espectador dos formas muy distintas de afrontar el mismo problema. El primero es el Hermano Gabriel, un valeroso y tenaz jesuita que se adentra en las selvas de Iguazú con la intención de llevar el verbo sagrado hasta la morada de la tribu de los guaraníes, indígenas famosos por su feroz rechazo a cualquier tipo de extranjero. El segundo es Mendoza, un hacendado cuya fortuna tiene su origen en la compra venta de esclavos. Arrogante, violento e iracundo, Mendoza sucumbe ante sus propias debilidades humanas e impulsado por unos celos sin fundamento real mata en el transcurso de una pelea a su propio hermano. Productos de muy distintas formas de actuar, el Hermano Gabriel y Mendoza verán como confluyen sus destinos personales cuando el religioso ofrezca al hacendado, ahora sumido en la desesperación y el remordimiento, una remota posibilidad de redención. Para alcanzarla, Mendoza habrá de ascender literalmente a un plano físico y espiritual superior que incluye enormes sacrificios, en especial el de renunciar a la violencia y el de contemplar como iguales a esos indios guaraníes ahora convertidos en miembros de una gran familia cristiana a la que Gabriel y un pequeño grupo de jesuitas sirven como guías y protectores. Por increíble que parezca, la transformación de Mendoza es un hecho real que corre paralela a la creación por parte de los jesuitas de una suerte de “experimento celestial” que más bien parece un hecho precursor del socialismo utópico materializado en una comunidad de iguales en la que reinan la comprensión y la armonía. Evidentemente, el hecho de ser solo un experimento y de estar asentado sobre la tierra hace que el su mera existencia se convierta en un obstáculo diplomático en el marco de las negaciones entre las coronas de España y Portugal, cuyos dignatarios deciden trazar una nueva línea imaginaria sobre el mapa dejando fuera de la protección de la Iglesia a esos indígenas que a partir de entonces estarán de nuevo a merced de los tratantes de esclavos. Conscientes del peligro que esa decisión política supone para toda la obra realizada y para los hombres y mujeres que se cobijan en ella y en la recién descubierta fe cristiana, el Hermano Gabriel logra atraer al representante del Vaticano en América, pero este, tras una visita a los terrenos y las gentes de la misión, reconoce su impotencia ante las decisiones refrendas por el Vaticano: la misión tendrá que ser abandonada y sus habitantes puestos bajo la jurisdicción del gobierno de Portugal.
Más allá del peso que suponen los elementos técnicos y artísticos de esta gran película: la participación de actores de primera fila entre los que aparece brevemente un jovencísimo Liam Neeeson, la fotografía del oscarizado Chris Menges y la impagable partitura original compuesta por Ennio Morricone, la importancia de La misión, al menos en lo que respecta a su repercusión en España, radica en el debate provocado ante la utilización legítima de la violencia emprendida por el personaje de Mendoza, curiosamente el que más simpatía despierta entre el público, que organiza la resistencia con los guaraníes e incluso con la participación de algunos de los jesuitas mientras Gabriel, al frente de buena parte de la tribu, decide dejar el destino en manos del Altísimo y en la conciencia de quienes decididos a acabar con su obra misionera no dudarán en hacer uso de una violencia desmedida. Una vez que el drama se convierte en tragedia y que la matanza se revela como el único método de solucionar problemas al que recurren los poderosos representantes de la “civilización”, el espectador debe compartir la pregunta que desde un plano final formula la imagen congelada y contrita del enviado del Vaticano. Realista en sus momentos más decisivos por más que sus adornos estéticos sean casi incontables, La misión viene a exponer el enorme valor intrínseco de la bondad humana, su capacidad para generar el fenómeno de la redención – algo parecido a ese deseo de “paz en la tierra” – y la futilidad de ambas ante la codicia, el robo descarado y la violencia sobre las que se asienta nuestro mundo occidental.
A. Batlen
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