Crítica de la película La violinista
Visualmente poderosa. Musicalmente bien armada. Pierde con lo romántico
La violinista conquista por estos dos aspectos, aunque su trama caiga luego en una más previsible historia romántica de maestra alumno, de entrega del testigo y pasiones divididas por lo personal y lo profesional, por el sentimiento y por el éxito.
Aprecio más el drama en soledad de la violinista del título y cómo está expresado en imágenes, cuando descubre que tras su accidente nunca más podrá tocar el violín como lo tocaba, nunca más podrá ser quien era, y ese tronco del árbol en contrapicado que parece erguirse y alejarse hacia el infinito, materializando lo inalcanzable. Es el momento de empezar a disfrutar de una película que nos sumerge en el corazón de esa pérdida solo con sus imágenes, a la que le sobra incluso el diálogo, donde dominan los primerísimos primeros planos y los planos del arco y el violín en unas manos que ya no son las que eran y se convierten en abismo entre el deseo de hacer y las consecuencias de no poder hacer.
Es en esos primeros compases de la pérdida, cuando nos internamos en el laberinto que nos propone la frase inicial con la que arranca el largometraje, y que cualquier espectador puede y debería aplicarse a sí mismo a título de reflexión, porque ciertamente solo nos dan una vida y a la vista de los acontecimientos no parece que la mayoría de nosotros sepa cómo aprovecharla, donde encuentro lo que más me interesa de esta película.
Todo lo que rodea a esa violinista del título me parece fascinante, construido además por una actriz Matleena Kuusniemi, que bajo la mirada del director y con el tratamiento visual aplicado a su personaje por éste en la película resulta doblemente fascinadora.
Menos me interesa lo que atañe a una historia romántica entre la profesora y el alumno, aunque esté servida por secuencias tan visceralmente eficaces y contundentes como el abordaje de ella sobre él mientras ambos fuman, más o menos en torno a la primera media hora de película, dando paso al sonido ambiente. El caso es que argumentalmente esa fascinación por quien puede hacer con un violín en las manos lo que a ella ya le está vedado, aunque obvia, me parece un buen motor para introducir la fase romántica del relato, en la que no es casualidad que la música de violín esté siempre acompañando las imágenes, y acompañándola a cuando lo mira a él en planos que revelan su manera de pensar o imaginar el vínculo que los une, como en el caso del plano del joven entre los visillos como una idealizada imagen que va a tener que medirse en duelo con la realidad de la relación de ambos que se inicia en el momento en que ambos discuten la diferencia de edad en el coche, con él rindiendo esa especie de homenaje a las manos de ella.
El director sabe cómo sacar partido a ese juego sentimental siendo coherente con ese papel de las manos y el acompañamiento musical de los encuentros sexuales, pero no puede evitar que en ese territorio la estética empiece a cobrar un protagonismo excesivo que acaba buscando la elegancia por encima de la visceralidad más carnal con la que comienza. Ocurre algo parecido en el juego con el tema de los enredos sentimentales, el marido celoso, el otro profesor que acude a dar unas clases a sus alumnos. La discusión en la cocina y el uso del color de los muebles marcando a los personajes es un ejemplo de ello. Vuelve a demostrar lo que he escrito al principio. Visualmente resuelve muy bien, aunque los dos colores de la cocina sean demasiado obvios y el final de la secuencia del ataque de cuernos se vea venir, no solo narrativamente sino visualmente. Pero su contenido es ya en esa fase más previsible; acaba dominando lo romántico-previsible y sus conflictos sobre lo visceral-imprevisible y sus sorpresas prometidas en los primeros escarceos con el alumno. Así es como mi curiosidad como espectador decae ligeramente, aunque la eficacia visual mantenga algo de la fascinación inicial.
Miguel Juan Payán
★
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