Moviéndose entre Infiltrados y Blitz, London Boulevard nos propone un buen ejemplo de cine policíaco al estilo británico, bocado cinematográfico muy recomendable para los aficionados al género y para los aficionados al buen cine en general.
Hace algo más de un mes escribí en esta misma página sobre Blitz, otra adaptación de otra novela de Ken Bruen, uno de los cultivadores del relato policíaco más recomendables del paisaje literario actual. Aquella me gustó, y ésta incluso me ha gustado más. Aunque en su arranque en los títulos de crédito me despistara proponiendo aparentemente una apuesta es más comercial, apuntando directamente a un estilo de narración de montaje más dinámico, menos reposado, más tocado por el consumo frenético de audiovisual del que nos proponía Blitz. Afortunadamente eso es sólo en el principio. Luego crece, se muestra más rica que Blitz en contenidos y personajes, con un tono más reposado que el de su arranque. No diría que London Boulevard es mejor que Blitz, porque son películas distintas, aunque coincidan en su origen, pero sí que me atrevo a confesar que London Boulevard me parece más rica en contenidos, situaciones y personajes, como esa relación que se establece entre el médico y el delincuente.
El director está dispuesto a centrarse en los personajes, y pone la cámara sobre Farrell como epicentro de toda la acción, tomándose el tiempo necesario para que vayamos conociendo ese tipo que acaba de salir de la cárcel y se enfrenta al reto de volver a moverse en el exterior. El ejercicio de esos primeros pasos por la historia me recuerda aquellas películas de cine negro francés que se rodaban en los sesenta y setenta, con Delon y compañía ejerciendo ese papel de galán buscando un camino para la redención. Esta historia, como corresponde a los nuevos tiempos, no es tan amarga, ni de ritmo tan reposado como aquellas, pero está claro que Monahan tiene mucha escuela en esto de desgranar tramas policiales y bebe de los clásicos del asunto con reverenciado placer. En eso coincide con el propio Bruen, admirador de los relatos de (AUTOR CARELLA), y hay algo de los encuentros del detective Lew Archer con las clases altas y la aristocracia de la burguesía en las novelas de Ross McDonald en el encuentro del protagonista con la famosa encarnada por Keira Knightley… ya de partida vigilada por un paparazzo. A título anecdótico sorprende en ese fragmento lo mucho que se asemeja (ACTOR NENA) al Donald Sutherland de los años setenta, pero aún más interesante en lo referido al papel de Knightley es esa secuencia en la que el director refleja el verdadero agobio y acoso de la fama cuando entra en la tienda y es observada por todos los que allí se encuentran, narrado de manera natural, siguiéndola como en una pieza televisiva, en plan reality. Es un fragmento breve, sin palabras, pero evidencia el talento de Monaham para dejar clara la situación de sus personajes con la máxima economía narrativa. En cuanto al relato como heredero de las tramas del cine policíaco de los setenta, el argumento me recordó en algunos momentos, sobre todo en el tema de la relación del personaje de Farrel con el de Knightley, una de las películas clásicas en ese terreno, Klute (Alan J. Pakula, 1971), cambiando detective por delincuente y prostituta de lujo por famosa perseguida por paparazzi.
También está presente otra constante del cine negro más clásico, la paliza inevitable al protagonista, un alarde sadomasoquista curioso del relato hard boiled que luego se filtró al espagueti western a través de la adaptación de Cosecha roja de Dashiell Hammett que hizo Akira Kurosawa en Yojimbo y de ahí hasta el remake de ésta que hizo Sergio Leone en Por un puñado de dólares. El protagonista recibe la oportuna tunda entrando así en el gremio de los antihéroes apaleados del cine negro en esta actualización neo-noir del asunto. Tras ese momento de paliza, la película se revela en su verdadera riqueza, heredada del antecedente profesional de su director como guionista, y crea todo un mundo de relaciones cruzadas entre los personajes que alcanza su ecuador en las escenas en el cementerio.
Lo primero que hay que decir a favor de la película es que le devuelve a Colin Farrell la posibilidad de sanearse como actor, tras el topicazo de “tipo malote” que nos despachó en el remake de Noche de miedo (francamente, acabé harto de tropezármelo en el metro con el cartel aquel que decía “este vecino las mata bien muertas”). Aquí está trabajando, quiero decir que se curra el papel en lugar de limitarse a poner caras de galancete del lado oscuro. En esta ocasión Farrell vuelve a ser un actor dispuesto a hacer que nos creamos su personaje, y en mi opinión lo consigue, todo hay que decirlo, porque el director sabe sacarle el talento y no la chulería, especialmente en las miradas. Y al fin y al cabo, como dicen los estudiosos del asunto, el cine es un arte de miradas.
En su primer trabajo como director, el guionista William Monahan (que escribió uno de los peores largometrajes de Ridley Scott, El reino de los cielos, pero al que también se deben películas tan recomendables como Infiltrados o Red de mentiras), es consciente de que tiene que apoyarse en su protagonista, y la cooperación entre ambos es fluida, va como la seda. Monahan pone parte importante del peso de la película sobre las espaldas de Farrell y el actor responde plenamente elaborando uno de sus mejores trabajos en esta especie de actualización o traducción de las claves del cine negro al estilo británico, con más momentos que recuerdan más Infiltrados, como la escena en el túnel con el asesino juvenil con la pistola en la nuca.
London Boulevard es una ópera prima que ofrece muy buenas perspectivas sobre la futura carrera como director de Monahan, principalmente por la autoridad con la que maneja el desarrollo de los personajes y el trabajo con los actores, incluso cuando éstos han de moverse, por exigencias del guión, en el territorio más tópico del relato, como la historia del protagonista con la famosa.
Y para rematar todo eso: un final con agallas.
Miguel Juan Payán
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