Nia Vardalos y el resto de los Portokalos regresan en toda su salsa, con una secuela que explota el humor familiar entendible por grandes y pequeños.
En 2002, Joel Zwick acaparó la atención mediática con un filme de presupuesto modesto e increíbles resultados en taquilla. Mi gran boda griega fue un auténtico pelotazo, merced a una historia sobre tópicos nacionalistas y amores entre individuos pertenecientes a culturas diferentes. Catorce años después, la misma fórmula de antaño permanece casi inalterable, en esta obra firmada por el británico Kirk Jones, y construida a base de chistes globalizadores y situaciones hilarantes.
Nia Vardalos vuelve a embutirse en la piel del personaje que ha supuesto el punto álgido de una carrera bastante modesta como actriz: el de la incauta y alocada Toula Portokalos. La intérprete exhibe su vena histriónica, en un papel hecho a su medida por ella misma (Vardalos es la guionista), y que toma las vicisitudes de esta fémina helena en medio de una ciudad -Chicago- dominada por los miembros de su clan.
Al lado de Nia, John Corbett también vuelve, como el marido de la protagonista: el triunfador Ian Miller. Una aventura en la que tampoco faltan los demás componentes de los Portokalos, con los veteranos Michael Constantine (Gus) y Lainie Kazan (María) a la cabeza del elenco.
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Posted by Revista ACCION Cine-Video on lunes, 14 de marzo de 2016
Todos ellos visten un guion cargado de moralinas y chispazos disparatados, que narra los problemas en los que se encuentran Toula e Ian, tras cerca de dos décadas de matrimonio. En el argumento, la pareja está a punto de decir adiós a su hija, ya que esta se prepara para ir a la universidad. Sin embargo, la familia no está dispuesta a que la chica escoja un centro de enseñanza lejos de su protección colectiva.
Mientras, Gus (el padre de Toula) descubre que el sacerdote se olvidó de firmar su acta matrimonial con María; motivo por el que sus vástagos han nacido en pecado. Preocupado por la situación, el hombre propone a su pareja formalizar el asunto, pero esta se niega a dar el “sí, quiero” al tipo testarudo y gruñón con el que ha compartido los últimos cincuenta años de su existencia.
Tales mimbres diseñan Mi gran boda griega 2, que bien podría definirse como una versión estadounidense y greca de títulos del estilo de Ocho apellidos vascos. Sin muchas posibilidades para generar la más mínima reflexión, relativa a las contradicciones que supone la asunción de nuevas culturas por parte de los pueblos emigrantes; la movie simplemente pone en escena una serie de cuadros cómicos, en los que las gracias son demasiado light como para permanecer en la memoria más allá del fundido a negro del final.
Jones no logra alejar la sensación de asistir a un espectáculo rutinario, pese a que centra su esqueleto en los mismos elementos que hicieron de la primera entrega uno de los filmes más taquilleros en 2002. En medio de semejante desmesura por los convencionalismos, ni las actuaciones de actores de comprobado background profesional, como es el caso de Michael Constantine, consiguen escapar de la camisa de fuerza de los trabajos melifluos, destinados a los públicos de cualquier edad y condición.
Algo que demuestra que las dosis elevadas de amabilidad, envuelta en celofán consanguíneo, pueden llegar a empachar hasta los estómagos más entrenados para digerir los excesos pasteleros.
Jesús Martín
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