Crítica de la película Millennium 2: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina
Poco se puede añadir, desde luego, al fenómeno Stieg Larsson. Cada novela de su trilogía Millennium ha vendido más ejemplares incluso que la anterior, a mayor gloria póstuma y alegría de su familia mientras su viuda no oficial de tantísimos años, por una obsoleta ley sueca, se ha quedado a verlas venir. Lo mejor de su literatura, representante de un género negro que sigue al alza en los países nórdicos, es sin duda su estilo: alejado, seco, sin estridencias narrativas, sin composiciones rebuscadas, su tecla se desenvuelve mejor en distancias cortas. Un narrador omnisciente que va dejando datos y pistas sin apresurarse, sin pasarse pero callándose lo justo. Teclea siempre la palabra exacta en el momento exacto. Lo dicho: un ejercicio de estilo con un punto de feminismo no homófono y de denuncia política y social que ha encontrado la llave del éxito más rotundo.
Personalmente, les diré que no he pasado del primero. No me ha caído demasiado bien Lisbeth Salander, esa hacker de aspecto freak con un más que cuestionable atractivo. Tampoco he conectado, dicho sea de paso, con Mikael Blonkvist, que me parece un héroe un tanto pasivo; en ocasiones de hecho, se queda como pasmado, ¿no? Sus historias son interesantes pero con excesiva paja, por eso la primera adaptación cinematográfica de la saga, que resume, quita y elimina pasajes enteros de la novela, me pareció una excelente película. En definitiva, no seré yo el que diga que Millennium, la iniciática (las demás dudo mucho que las lea), es una mala novela, porque sería incierto, pero sí que no me importa confesar que muy buena tampoco es. Llega ahora a nuestras pantalla una segunda entrega que, desde ya les digo, es inferior a su precursora. La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Ahí es nada. Otra cosa no, pero que sus títulos cuentan cosas no lo duda nadie. Y no se pierdan la que cierra la franquicia: La reina en el palacio de las corrientes de aire. Una conseguida mezcla de originalidad y desasosiego. Si en aquella Los hombres que no amaban a las mujeres, Michael Blomkvist se erigía como protagonista absoluto de la función, aquí es la lacónica Salander la heroína que deberá esclarecer unos asesinatos que le han encasquetado a su persona. De la noche a la mañana, ha visto cómo le ponían precio a su cabeza. Mientras, en la redacción de la revista Millennium, con Blonkvist ya incorporado, se prepara un escabroso reportaje sobre la trata sexual de blancas en el que respetados altos cargos políticos, agentes de policía y personajes de elevado estrato social aparecen como puteros sin escrúpulos. Alguno de estos, prefieren, naturalmente, que el artículo no vea la luz y otros intentan confundir al personal involucrando a Salander en todo el fregado, pero Blonkvist, que cree en la inocencia de su amiga, luchará, inasequible al desaliento, por que la justicia prevalezca.
No debieron quedar muy contentos los productores con la primera entrega porque, para empezar, han cambiado al director y al guionista. Se ha demostrado que estaban errados. En aquella, Niels Arden Oplev orquestó una estupenda sinfonía de flash-backs, con suaves movimientos de cámara que adornaban una fotografía sobrecogedora y una poderosa puesta en escena en la que un halo de misterio envolvía una historia que poseía algo de fantasmal desde sus comienzos. Sin embargo, en la cinta que nos ocupa, Alfredson ha contado con una historia mucho más lineal, menos intrincada, y no se ha complicado la vida. Ha filmado académicamente, ha entregado un material digno y ha visto un producto estrenado que entretiene sin más. En gran parte, porque el camino estaba ya señalado: Arden Oplen había colocado ya las miguitas y Alfredson simplemente las ha seguido sin perderse. Sabe que el encanto de la serie se cimienta en un buen arranque y en sus dos protagonistas, y en ellos se centra; lo que suele denominarse una historia de personajes, vamos. En verdad, se vuelca tanto en ellos que, a veces, pierde el hilo de la trama pero tampoco importa demasiado. Al fin y al cabo también pasaba en la primera, pero muchísimo menos. Otro elemento vital que no se daba en aquella, por cierto: los secundarios son aquí meros comparsas que aparecen y desaparecen sin que se les eche demasiado de menos, lo que habla claramente de su importancia en la narración. Ocurre, sin embargo, que, mientras en la primera cinta, Salander y Blonkvist lo mismo se odiaban tiernamente como se hacían violentos arrumacos durante más de medio metraje, aquí se ven poco. Es decir, que donde antes había química, ahora falta la física. Y claro, el conjunto se resiente. Lo curioso es que, en aquel primer episodio, el personaje de Blonkvist, interpretado por un poco expresivo Michael Nykvist, alcanzaba mayor importancia temporal en el conjunto global de la historia pero la Salander de Noomi Rapace, nacida para el papel, se comía a su partenaire sin demasiada dificultad. En La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, paradójicamente, es Nykvist quien, con menos tiempo en pantalla, logra un sobrio nivel interpretativo mucho mayor que su compañera. Perdónenme, comprendo que estamos hablando de dos obras diferentes, pero en este caso las comparaciones son inevitables.
Para terminar: Alfredson carece de intensidad, de pulso narrativo, pero sabe colocar la cámara, casar escenas y ha demostrado que no estropea los guiones. Su posición tampoco era fácil: aunque contamos con gloriosas excepciones, la cinta central de una trilogía es siempre una especie de transición entre un comienzo arrebatador y un final esperado. Por ahora, se va cumpliendo la regla, porque, así y con todo, su epílogo es, al menos para quien esto escribe, más que deseado.
Juan Carlos Paredes