Profesor Lazhar, una gran película que habla de la superación de la pérdida sin tragedia gratuita, respetando al espectador. Imprescindible.
Siempre digo que no me gustan las películas con niños. Principalmente porque los niños suelen ser tratados en el cine como muchas veces los trata la sociedad, como si más que niños fueran animales de compañía, muñecos de peluche o adornos para sacarse una foto en el jardín. Cualquier cosa antes que simplemente lo que son: personas en la primera etapa de su vida. Personas completas. Inocentes o no. Simpáticos o no. Divertidos o no. Como cualquier otra persona en cualquier otra etapa de su vida.
Profesor Lazhar me ha confirmado que lo que no me gustan no son las películas con niños, sino las películas que reducen la infancia a una etiqueta, o las películas con niños repelentes, resabiados, esas estrellas en miniatura que de repente te hacen recordar al Pewee Herman de la película de Tim Burton… y son una especie de monstruitos intragables.
Por el contrario, cuando los niños son como los que arrancan la trama de Profesor Lazhar, dignos, inteligentes, entrañables e incluso divertidos, pero divertidos no como animales de compañía o trofeos sociales para sus padres, sino como personas de talento capaces de mirar la vida con una socarronería que muchos pensarían no es muy natural para su edad. En realidad sí es natural, porque hay niños más socarrones que otros, y lo de la inocencia infantil está sobrevalorado por el melodrama barato y facilón, cualquiera que haya tratado con niños lo sabe.
La alianza de esa naturalidad de comportamiento y esa socarronería de personajes infantiles completos, no mutilados por los tópicos sociales sobre la infancia que vemos en el patio del colegio al principio, junto con ese descubrimiento que introduce el caos de lo terrible en su mundo cotidiano más o menos ordenado, es un buen punto de arranque para atrapar al espectador. Ese plano del niño que va a buscar ayuda, o mejor a contar lo que ha visto, y se pierde en el pasillo, al otro lado de una puerta abierta. Ese plano que se mantiene y nos echa encima toda la tensión de no saber qué va a ocurrir a continuación, es un excelente principio para engancharnos a esta historia.
Y no es una historia fácil. Aunque el director se las ingenia para que sus momentos difíciles transcurran sin el histrionismo del melodrama, con una fluidez marcada por la música que hace esa dificultad al mismo tiempo más cercana y menos insoportable para el público. El encadenado de la declaración de Lazhar en el tribunal y la secuencia siguiente en la que abre esa caja de cartón triste de los recuerdos de un pasado consumido brutalmente es uno de los momentos más duros de la historia, pero perfectamente soportable por el público, porque no está trabajando audiovisualmente sobre el histrionismo, sino sobre una demoledora naturalidad que nos recuerda al mismo tiempo que no vivimos en una idealista fantasía de Hollywood, que los momentos duros existen, que la pérdida es una constante en nuestras vidas, a distintos niveles, y que todo es, por terrible que resulte, es habitual, cotidiano.
El tema de la película es la pérdida y aún más la recuperación de esa pérdida. Dicho tema nos llega con una elegancia sutil y fluida que se aparta de la inverosimilitud de las fórmulas del melodrama para abrazar las del drama sin cargar las tintas más de lo imprescindible en lo que se refiere a la tragedia de los personajes. Porque el tema de la película es más la recuperación que la propia pérdida. Una recuperación expresada en pequeños detalles. Como ese sello para calificar trabajos de alumnos que Lazhar recupera del pasado, de su esposa, o ese momento en el que vuelve a bailar, o el detalle del niño que vuelve a gastar bromas con el sombrero de su compañero… Pequeños rasgos que nos preparan para ese tercer acto de la historia en una película que tiene como principal arma una demoledora sencillez capaz de desarmarnos.
Esa cercana naturalidad es lo que nos conquista como espectadores en esta película donde se nos habla también de la violencia. Tal como explica una frase de diálogo de Lazhar cuando intenta defender la expresión violenta de una alumna en una redacción sobre el asunto con el que arranca la película: “Es la vida lo que es violento. No el texto”.
En un remanso de supuesta paz, la violencia no ha desaparecido. Está en la soterrada xenofobia que los educados padres de una de sus alumnas utilizan con supuesta elegancia contra Lazhar como medio para imponerse en la habitual pugna entre padres y profesores.
Además, se plantean otros temas que inevitablemente están en el debate de la educación, y de cómo ha cambiado la educación. Del miedo de los profesores a salirse de las normas en el trato con los alumnos, expresado por el profesor de gimnasia (tan astuta y bien definido por su silbato): “Hoy se trabaja con los niños igual que con los residuos radiactivos. Manos fuera o te vas a quemar (…) Intenta enseñarles en el caballo con arcos sin tocarlos”.
Mención especial merece la forma sencilla de contar su historia de esta película que en poco más de hora y media mueve a sus personajes por un amplio abanico de asuntos, algunos de ellos, como el pasado de Lazhar, solucionados de manera eficaz en tan sólo dos o tres secuencias (la cita con el abogado, la declaración ante al tribunal, la apertura de la caja de cartón).
Finalmente, la película da una lección magistral sobre lo que es o debe ser un aula, cualquier aula, con cualquier tipo de alumnos, sin importar la materia que se imparta en la misma, ni la edad o procedencia de los que allí estudian. Al menos eso es lo que pensamos muchos que nos dedicamos a dar clase. Lazhar les dice a sus alumnos: “Un aula es un lugar para la amistad, el trabajo y la cortesía. Un lugar lleno de vida al que le dedicas tu vida y en el que te dan su vida”.
Los profesores aprendemos tanto de los alumnos como nos gusta pensar que los alumnos aprenden de nosotros, independientemente de si somos capaces de enseñarles algo o no.
Y ese espíritu del ideal de lo que debería ser la enseñanza está muy bien reflejado en esta película que consigue ganarse al espectador desde su sencillez y su sinceridad. Sin trucos, sin trampas.
Como se debería tratar a los niños: con el respeto que merecen como seres humanos capaces de pensar. El mismo respeto con el que trata a sus espectadores esta p
Miguel Juan Payán
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