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viernes, abril 19, 2024
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Shame *****

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Shame es una gran película: dura, compleja y difícil, pero imprescindible e injustamente olvidada en el reparto de nominaciones a los Oscar.
Sospecho que, lamentablemente, a muchos los árboles no les van a dejar ver el bosque y las enormes interpretaciones de Michael Fassbender y Carey Mulligan se van a perder en la hojarasca de las escenas de sexo y desnudo que contiene la película. A pesar de todo ello, y aún siendo el tema de la adicción al sexo su punto de partida, hay que aclarar que esta película es más que un descarnado y a ratos incluso brutal paseo por la vida de un adicto al sexo. Shame es es del mismo pellejo que otras grandes fábulas urbanitas como El último tango en París de Bertolucci, Taxi Driver, de Scorsese, Posibilidad de escape, de Paul Schrader, El borracho, de Barbet Schroeder o Leaving Las Vegas y Después de una noche, de Mike Figgis. Si el espectador va buscando el morbo fácil lo mismo se contenta con las escenas de desnudo y cópula, pero está claro que cuando salga de la sala incluso los más recalcitrantes se llevarán encima un equipaje para reflexionar con el que no contaban cuando pagaron la entrada.
Shame es película de las que se ven varias veces, y cada visionado arrojará un nuevo asunto para pensarse tranquilamente fuera del cine, cuando sus arrolladoras imágenes hayan quedado en la memoria una vez más. Pero sobre todo ello impera una impecable construcción visual y narrativa que en el caso de la primera toma a los actores como auténtica viga maestra para repartir el espacio en sus planos del mismo modo que son el epicentro para que narrativamente toda la película se edifique sobre varias secuencias largas prolongadas hasta provocar la incomodidad en el espectador, que llega a sentirse un auténtico intruso en la vida de los personajes. Es el caso de la secuencia  de la canción interpretada por la hermana del protagonista o la de la primera cita en el restaurante con la compañera de trabajo. El director prolonga esas secuencias. Esa es la clave de la verdad que maneja la película como herramienta principal para contarnos su historia hasta hacer que nos sintamos incómodos, como mirones espiando la vida ajena. Dado que la principal carencia del cine de nuestro tiempo es precisamente que le falta verdad, llama especialmente la atención que esta película haya sido tan ninguneada en el reparto de premios del presente año. Y no tengo otro remedio que pensar que el asunto tiene que ver con una moralina pacata y falsa. Una moralina hija de la farsa como ese personaje del jefe introducido en la historia de manera genial, que tras cometer adulterio y salir a ligar todas las noches, fracasando por bobo, un aspirante a Don Juan bastante inútil, dicho sea de paso, incapaz de llevarse a la cama otra cosa que no sean féminas semidestruidas o emocionalmente perturbadas, se permite el lujo plantarse a la semana siguiente delante del protagonista y reprocharle el porno que tenía en el ordenador. Es una actitud muy propia de nuestro tiempo esa de ver la paja en el ojo ajeno y olvidar la vida que tenemos en el propio, o bien pensar que nuestros vicios son pecata minuta frente a los vicios ajenos, o simplemente sentirnos protegidos de nuestro lado más oscuro por una ligera capa de barniz de moralina barata mientras el resto del personal se ahoga en sus propias angustias y no hacemos absolutamente el menor intento de entenderlos.

Shame va más de todo eso, de esa farsa que es la sociedad de nuestros días y sus corolarios, la soledad, la incomprensión, el alejamiento, la angustia y el miedo, que de sexo. El tema de las adicciones es sólo un vehículo para introducir al espectador en la vida de un protagonista que es la encarnación misma de la insatisfacción que padecen los individuos en la sociedad de nuestro tiempo. La imagen final de la película es la mejor prueba de ello, pero antes ya nos deja la película varios momentos que van sembrando esa idea, como la prolongada panorámica sobre la carrera del protagonista en la noche, o el plano subjetivo de su mirada a las ventanas pobladas por pequeñas siluetas, seres de carne y hueso que para él parecen ser poco más que sombras practicando el juego de sus vidas como si estuvieran encerrados en su pantalla del ordenador jugando alguna variante de cibersexo exhibicionista.
La verdad y lo auténtico, que parecen haber huido de nuestro mundo moderno a uña de caballo, desesperados por nuestra estulta entrega a los juegos de estatus social, los caprichos materiales y los juguetitos tecnológicos, vuelven a hacerse presentes en esta película en un momento como el del final, cuando el protagonista discute con su hermana o cuando sale del metro, corre por las calles y sube en el ascensor con el miedo y la culpa metidos en el cuerpo como un cuchillo que lo atraviesa. Esa verdad del dolor y el miedo, en ese momento de la trama, son el recordatorio perfecto de que la película, como la propia vida, es mucho más que un juego exhibicionista relacionado con el sexo o con cualquier otro juguete que se nos pueda ocurrir utilizar en nuestro tiempo de ocio.
Estamos en un mundo que nos ha convertido a todos en adictos a una u otra cosa, en coleccionistas de cosas en lugar de coleccionistas de momentos, en cobardes que se han replegado al territorio de la ciberfantasía del ordenador o mantienen relaciones estrictamente profesionales de intercambio mercenario con los otros. Todo eso por miedo a aceptar responsabilidades, a arriesgarse a todo lo bueno y lo malo del contacto real con los otros, a dejar atrás el refugio cómodo pero inevitablemente infeliz de la ficción en que muchos han convertido sus vidas.
Habitantes de un mundo de mentiras y máscaras, nadie quiere aceptar la realidad ni siquiera cuando le muerde el culo, de ahí que esta película con tantos momentos de verdad intensa e incómoda –recuerdo ahora mismo otro: el tema New York New York interpretado a cappella por Carey Mulligan-, pueda resultar turbadora. Es lógico si contemplamos a la hermana como el detonante de las emociones, sentimientos y supuestas debilidades que el protagonista ha intentado reprimir.
El sexo no es más que la herramienta que utiliza el protagonista para rellenar los huecos que deja en la vida cotidiana del protagonista el sentimiento atroz de soledad, la angustia de ese tipo de soledad al mismo tiempo buscada y temida y odiada.
Y sobre todo ello, una demoledora frase de Sissy que quizá acabe definiéndonos a todos si las cosas siguen por el mismo camino: “No somos mala gente. Venimos de un lugar malo”.
No me extraña que no hayan querido nominarla a los Oscar. Tiene demasiada verdad, demasiado dolor y demasiadas agallas para incluirla en esa fiesta.

Miguel Juan Payán

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