Interpretando una variante jocosa de la típica pareja chiflada que bien podrían haber firmado Walter Matthau y Jack Lemmon en sus mejores momentos, Robert Downey Jr. y Jude Law le dan otra vuelta de tuerca tirando a gamberra al mítico personaje creado por Conan Doyle. Ejercen en ese sentido como los compinches perfectos del director Guy Ritchie, visualmente enérgico y descarado (ejemplo perfecto: la escena con el barco por botar en el astillero, y su desenlace). Argumentalmente la película, como es habitual en este director, se inclina hacia los personajes que viven en un paréntesis fantástico de la realidad marcado por la exageración y el despropósito juvenil digno de un comic e incluso diría que avecinados con eso que antes se llamaba underground. En eso estos nuevos personajes recreados por Ritchie desde los originales de Conan Doyle, pero radical e incluso diría que furiosamente distintos a los mismos, son parientes más cercanos de los individuos extremos que habitaban las anteriores películas del director (Lock, Stock and Two Smoking Barrels, Snatch, cerdos y diamantes, Rocknrolla…) que del Holmes y el Watson de toda la vida.
Ritchie y sus brillantes secuaces han pillado lo que les interesaba de la creación de Conan Doyle y le han dado caña para ponerla al día a su manera, tomándose a risa lo que les parecía oportuno y dibujando un paisaje totalmente nuevo para las aventuras del célebre detective en el que hay incluso guiños sobre la etiqueta infundada de homosexualidad que algunos, ellos saben por qué, han querido adjudicarle interesadamente a Holmes y Watson por la fuerza, esto es, con calzador. En algunos momentos parecen un matrimonio discutiendo sobre de quien es la casa y de quien es el perro, y luego escuchamos a Holmes en la cárcel contando el célebre chiste del jabón en las duchas para entretener a una pandilla de delincuentes y desarrapados entre los que se encuentra como en casa.
Esa escena y otras muchas con Holmes mostrando su aspecto más caótico y lejano del original me han dado una pista sobre una paradoja que quizá muchos puristas del personaje de Conan Doyle no lleguen apreciar, valorar o agradecer. Aunque entiendo sus motivos e incluso lo encuentro comprensible, como aficionado a los relatos del célebre detective no puedo dejar pasar la oportunidad de señalar que a mi parecer Ritchie y sus secuaces están más cerca del verdadero espíritu de Sherlock Holmes de lo que pueda parecer. Me refiero al Holmes que es claramente un marginado de la sociedad de su época, que es reverenciado por sus contemporáneos, pero siempre como una rareza, un fenómeno. Me refiero al Holmes que se disfraza pretextando la solución de los casos que investiga, pero de paso camuflándose para poder moverse entre las capas de la sociedad más bajas y populares, en las que claramente se siente más cómodo que cultivando la compañía de los empingorotados miembros de su propia clase social. Me refiero al Holmes que necesita desesperadamente a Watson como báculo de su creciente fobia al trato con extraños. Holmes investiga los casos como un entomólogo investigaría el comportamiento de los miembros de una nueva especie de insecto, aislándose de sus prójimos con un grueso filtro de asepsia deductiva. De ahí la necesidad de Watson para comunicarle con ese mundo del que se separa porque en el fondo lo teme (dicho de otro modo y especialmente para quienes tienden a mirar el mundo como si fuera un monólogo con ellos sobre el escenario y el resto de nosotros como público cautivo para escuchar sus por otra parte inexplicables complejos: Holmes no quiere ni nunca ha querido tirarse a Watson).
El Holmes y el Watson de Ritchie van por ese camino. Pero sin lloriqueos ni lamentos vanos. Muy al contrario: tirando del sentido del humor. Su Holmes no es el original, pero seguramente está tan cerca del mismo como puede estarlo una recreación más acorde con los tiempos que vivimos. Para empezar es un adulto inmaduro que persiste en agarrarse con uñas y dientes a la adolescencia, y eso no sólo le granjea las simpatías de los adolescente reales de nuestro tiempo, sino las de un buen número de adultos en una sociedad como la nuestra, entregada a los juguetes tecnológicos. Holmes juega con la química y utiliza a su perro como conejillo de indias o amenaza con volar una pared para probar un nuevo artilugio en su propia casa, pero sobre todo disfruta como un crío del poder que le otorga ese instrumento de descargas eléctricas que le permite enfrentarse a un oponente que le triplica en tamaño y músculos. Incluso cuando tiene que boxear a puños desnudos se plantea la pelea como una especie de juego de ajedrez donde anticipa las jugadas propias y las del contrario. En esas escenas Robert Downey Jr. clava la visión del personaje, que despierta ecos del original, para el cual resolver casos era una especie de deporte o ejercicio mental, en plan sudoku. Salvo que en su versión desarticular la conspiración y resolver el enigma es sobre todo un juego.
Lo que ocurre no es tanto que el Holmes y el Watson de Ritchie y su secuaces sean más caricaturescos que el original, sino que son más irreflexivos, más imprevisibles, más bromistas y más gamberros, hasta llegar al exhibicionismo.
Su juventud les hace más hedonistas que al Holmes y al Watson original.
También les hace muy divertidos. Ojo, no he escrito que sean más divertidos que el original porque son otra cosa distinta. Ritchie y sus secuaces no pretenden hacer homenaje ni retrato fiel del original, sino simplemente entrar a saco en la mitología del mismo, servirse de lo que más les conviene o apetece y salir pitando de allí para producir otra cosa distinta, un eco, antes de que les descubran los protectores más puristas y radicales del mito.
El Sherlock Holmes de Ritchie y sus compinches es un brillante eco del original de Conan Doyle y tiene más del espíritu básicamente subversivo del mismo de lo que parece. Por eso, aún siendo seguidor habitual del personaje, me siento muy cómodo con esta revisión renovada del mismo.
Si alguien quiere el Sherlock Holmes de toda la vida, tendrá que buscar en otro sitio.
Si alguien quiere echarse unas risas, ver una chica guapa y sentirse otra vez como si el mundo que ya conocemos pudiera volver a descubrirse, incluso cuando miramos el Londres de la era Victoriana, ésta es su película.
Y seguro que sale del cine acompañado por un renovado optimismo y las pilas de la alegría recargadas, lo que no es mala cosa en los tiempos que corren.
Cine para disfrutar con el cine sin comerse el coco, eso es lo que ofrece esta versión de Sherlock Holmes que nos devuelve la alegría de ser unos chavales.
Miguel Juan Payán