Vuelve Sofía Coppola con una interesante película sobre el trabajo de exisitir que afortunadamente tiene más en común con Lost in Translation que con María Antonieta. La directora pone sus cartas sobre la mesa desde el principio con esas escenas del coche entrando y saliendo de campo repetidamente, casi obsesivamente perdido, dando vueltas en torno al mismo lugar. Ese arranque le sirve además para dejarnos las cosas claras como espectadores desde el principio: o experimentamos con ella y le seguimos el juego o mejor nos vamos de la sala. Por eso me voy a permitir el lujo de hacer un comentario más largo de lo habitual, que además creo se merece sobradamente esta película, tan interesante y al mismo tiempo exigente que nos plantea una experiencia poco habitual en la cartelera más comercial.
Olvídense por tanto del ritmo del cine comercial. De hecho, pueden olvidarse de todo lo que tenga que ver con el cine al que estamos más acostumbrados, porque esto es otra cosa, quizá una imagen fantasmagórica, un reflejo de cierto cine de los setenta, al menos en su ritmo, más pausado del actual que no significa en absoluto más lento sino simplemente más agallas para mantener el plano, sin hacer concesión alguna a la impaciencia del público o a la velocidad con la que hoy en día consumimos cine, devoramos películas, masticamos imágenes casi frenéticamente.
Somewhere nos propone otra cosa, con un ritmo que inevitablemente me recuerda un ejercicio similar del padre de Sofía Coppola en La conversación, al mismo tiempo que su personaje principal y la situación en la que vive, “en algún lugar”, es la misma en la que se encontraban los protagonistas de Lost in Translation. Ésta puede hacer buena pareja con aquella, aunque no sea tan redonda y resulte algo más exigente para el espectador. Su ritmo es exactamente el ritmo de aquella otra que tanto revuelo y afecto despertó en su momento, pero dado que su protagonista es un tipo que nos cae menos simpático que Bill Murray, puede no enganchar tanto como aquella peripecia en Japón. Quizá eso se debe también a que el personaje de Murray estaba en otro momento de la vida, pensándose si coger o no el último tren hacia el romanticismo idealizado con aquella joven desconocida, asomándose al abismo del romance otoñal y jugando con la idea de la infidelidad para intentar sacarse de encima el peso de los años… Por el contrario, el protagonista de Somewhere no está sometido a ese abismo, es un tipo más joven, y quizá por eso nos fastidia más que esté tan inevitablemente perdido. Pero el trabajo de Sofía Coppola era en aquella y en ésta del mismo calibre, y consigue en mi opinión resultados tremendamente parecidos en lo que se refiere a su interés y calidad.
En todo caso, repito para despistados: no es un ejercicio de cine para todo tipo de públicos. Es un ejercicio de lenguaje cinematográfico exigente, pero de los que a cambio del mínimo esfuerzo y paciencia que nos piden como espectadores, nos regalan una de esas películas que se te quedan pegadas de algún modo, que te acompañan al salir del cine, en la que sigues pensando horas o días más tarde dándole vueltas a esta u otra escena, porque en el fondo es como haberse metido totalmente en la vida de alguien y a ratos pensar que ese alguien se parece mucho a nosotros. Pensemos en esa elipsis sencilla y genial por lo fácilmente que establece qué tipo de vida lleva este hombre, que sigue a la caída en la escalera y salta a las chicas disfrazadas de enfermera bailando en la barra… En ese momento se tiende el puente para que como espectadores nuestra mirada sea en algunos momentos la misma del personaje, pero al mismo tiempo le podamos mirar y juzgar desde fuera. Así acabamos viéndonos casi como si fuéramos él, sin poder hacer nada por evitar o salir de esa situación, astutamente planteada por la directora, que no por casualidad ha elegido esa situación tan de “ventana indiscreta”, metiéndonos de lleno en ese momento íntimo de contemplación del baile erótico de las dos chavalas, que acaba resultándonos incluso incómodo hasta llegar a una resolución ligeramente triste, un auténtico gatillazo emocional que introduce el significativo desenlace de las escenas relacionadas de un modo u otro con el sexo a lo largo de toda la película (el encuentro con la chica de la fiesta, por ejemplo…).
Nos metemos a partir de ese momento en la vida de este tío, que por un lado parece demasiado normal pero por otro se nos antoja tan parecida a una película, especialmente cuando, voluntaria o involuntariamente (eso habría que preguntárselo a la propia Sofía Coppola), algunas imágenes empiezan a sonarnos a guiño cinéfilo, empezando por la ubicación en el mítico Chateau Marmont Hotel, cubil de la fauna de Hollywood, y siguiendo con la escena en el coche, con el tipo conduciendo, parado en un semáforo, el otro coche que se pone a su altura con una chica rubia que le mira y le sonríe, un eco lejano de una escena muy similar en El silencio de un hombre (Le samourai, 1967), de Jean-Pierre Melville… Aunque el personaje de Stephen Dorff no tiene nada que ver con el asesino a sueldo que interpretada en aquella Alain Delon y por mucho que la planificación de la breve persecución que sigue a ese momento nos recuerden, uso del sonido incluido, la persecución de Bullit, no tenga tampoco nada que ver con el policía encarnado en aquella por Steve McQueen. La clave del asunto es que tanto el asesino de Delon como el poli de McQueen tenían en aquellos filmes un propósito como personajes, eran alguien y hacían algo. Por el contrario el protagonista de Somewhere, como él mismo llegará a reconocer hacia el final, no es nadie, no tiene un propósito, simplemente está en algún lugar en algún momento, tan perdido como el investigador encarnado en La conversación por Gene Hackman, el inmigrante húngaro al que dio vida John Lurie en Extraños en el paraíso de Jarmusch o el personaje al que dio vida Jack Nicholson en El reportero. Ni siquiera conocemos su nombre hasta la media hora de película, más o menos, cuando un reportero le pregunta: “¿Quién es Johnny Marco?”, algo que ni él mismo sabe responder. El tipo no se desentiende de su hija, pero tampoco está demasiado pendiente de ella, el sexo le atrae… más o menos, y la respuesta que le da sobre su método de interpretación al joven actor en la fiesta resume de qué forma tan casual, superficial, ha llegado a ser una especie de estrella… aunque se le olvida que tiene que presentarse a unos actos promocionales de su última película (ojo a la manera tan sencilla en la que Sofía Coppola define la relación que le une a su compañera de reparto durante la sesión de fotos, con esas sonrisas tan falsas y sobre todo el revelador final de la escena que desvela el falseamiento de la realidad como materia prima del cine). Ni siquiera sabe o le preocupa qué día de la semana es. Va y viene como un zombi, atendiendo a sus compromisos profesionales y a sus encuentros sexuales más o menos accidentales (el sexo fácil es una constante en su vida, ejemplificado por esa chica con el bañador rojo que le regala un topless mientras él habla por teléfono en la terraza), y mira esos extraños mensajes en su móvil…
Hay quien me ha dicho que la película se le ha hecho un poco pesada por esos planos que mantiene la directora sobre el personaje en los que aparentemente no pasa absolutamente nada, salvo que el tipo fuma y bebe una cerveza sentado en un sofá… No voy a negar que esa falta de propósito del personaje puede confundiros y parece filtrarse a la propia película, a esos planos sin destino aparente, que son bocetos del natural, sin ritmo, pero a mí más que lentos me han parecido tan hipnóticos como esos planos iniciales del coche dando vueltas con los que se abre la película. Son como una tela de araña que tiene su propia tensión interna, en la que el protagonista, y al mirar a través de sus propios ojos el propio espectador, está (estamos) atrapados en una realidad aparentemente sin propósito, sin rumbo, perdidos… en la que además el anzuelo erótico de las chicas bailando nos parece tristón, por falso (esa música saliendo del reproductor minúsculo). Es como mirar una vida encerrada en una caja de zapatos, hasta el punto de que las chicas apenas pueden moverse, y donde como he dicho hacia el final el propio protagonista reconoce que no es nadie (ojo a ese momento en la piscina del hotel, después del llanto, cuando poco a poco va saliendo del cuadro flotando en el agua, como si se fuera borrando de la realidad…).
Es en esencia lo mismo que le pasa al propio protagonista, encerrado en su propia vida, sin propósito aparente más allá de amontonar las horas de su existencia con una alarmante lasitud que marca ese ritmo lento, como de la vida misma, de los planos alargados al máximo, fijos, sin cortes. Eso sólo cambia cuando la propia vida del personaje se acelera y acaba encontrando un propósito en la relación con su hija durante y después del viaje a Italia. Otro viaje en la filmografía de Sofía Coppola tras el de Lost In Translation, aunque si en aquella otra película por Bill Murray, quien para empezar era como un náufrago, se sentía lejos de casa, frente a la total adaptación a ese otro entorno que aquí muestra de Jonny Marco, a quien le resulta totalmente indiferente estar en Estados Unidos o en otro cualquier lugar, porque va a replicar en ese tipo de vida superficial y ajena a la realidad, cuidado entre algodones, que caracteriza a su existencia cotidiana (de hecho, en Estados Unidos también vive en un hotel, el Chateau Marmont…). Incluso buscará, o mejor dicho, tropezará, con otra amante, quebrando la experiencia de convivencia con su hija, que le mira en el desayuno con la desconocida de forma significativa, en uno de los muchos momentos en que las cuestiones realmente importantes de la película se expresan sin diálogo. Dicho sea de paso, ojo al trabajo de los actores, que tras su aparente sencillez oculta una gran complejidad, especialmente en el caso de Elle Fanning, que vuelve a meterse al público en el bolsillo como ya hizo con Super 8.
Resumiendo, una buena película que nos propone una experiencia cinematográfica distinta más propicia a la reflexión que a la evasión. Cine por tanto exigente, con otro ritmo y otras claves.
Miguel Juan Payán